martes, 12 de junio de 2007

Lecturas criminales: ironía, homicidio, ciudad

Marcelo Sánchez Rojel

Dicen que en esta parte del mundo somos rumiantes o caníbales. Que esa inversión de las verdades europeas y de otras fuentes supone, en el mejor de los casos, una actitud irreverente. No un estado de dominación, sino relaciones de estrategia o técnicas de gobierno reversibles, cambiantes, sin puntos fijos. La ironía fundó cierto prestigio en esa zona intelectual. Jorge Luis Borges, el bibliotecario ajeno a las temporalidades, leyó en esos intersticios múltiples relatos y ensayó una manera de superar ese sistema al restarle solemnidad, al interrogar el canon de la literatura y, por ende, de la filosofía y la religión.

Optó por lecturas inesperadas y microscópicas. Encontró en Macedonio Fernández al lector salteado (para no perder jamás el placer de la lectura) y en Roberto Arlt, la lectura criminal (para afilar el cuchillo corto y filoso de la escritura). En esa tradición operó con materiales dispersos; a ellos no accedió por consignas ni contraseñas. Y para hacerse visible e inscribir su nombre en el torrente vanguardista europeo debió regresar a tiempos originales, leyó a los clásicos, diagnosticó algunas conclusiones y al reducir los temas construyó un puente entre la psique clásica y la moderna. Esa lectura le permitió sobreponer la temporalidad a la espacialidad: por fin llegó desde Europa a Latinoamérica, desde el panteón al arrabal. Al concebir miniaturas quiso anular el secreto de la verdad canónica y la propiedad intelectual asimilada al autor. Como buen lector criminal pronosticó la sequía de las ideas y la vanidad de los derechos de autor. En esta nueva memoria concibió un microcosmos, un aleph. Una miniatura juega al origami: sus ángulos están plegados, pero pueden reacomodarse a otras escenas y así, casi al infinito. Lo único irónico sería leer como impertinencia e irrealidad esas escenas de la historia de las ideas y los libros, más todavía si se gesticulan desde la periferia latinoamericana. Siempre sabemos que operamos en los bordes, siempre sabemos que con herramientas prestadas. Es la primera ironía de nuestra cultura letrada. Porque nos sabemos huérfanos de centralidad propia, optamos por la memoria borgesiana. Y, porque, en todo caso, el territorio ensayístico de Octavio Paz nos parece más lejos y de una complejidad diferente a la medida andino-oceánica de nuestro imaginario.

Ironía y analogía articulan una medida de la modernidad. Las nociones de Estado laico, sociedad civil y democracia quizás sobrevinieron gracias a la ironía. Siempre ha sido el procedimiento para rebelarse contra el poder, al modo como se concibió en gran parte del siglo veinte: Una sombra mayúscula. La ironía era la última palabra del escritor y del artista libre, pero ¿libre de verdad? ¿Será posible, después de Michel Foucault, creer en la ironía? ¿Podemos confiar en este procedimiento porque testimonia cierta libertad de pensamiento, una energía lúdica y dubitativa? ¿O, bien, es un signo enmohecido por la pérdida de significado entre la cultura del significante? A veces, la ironía es un dispositivo panóptico, letrado e igual de indolente que el poder contra el cual se rebela. Su simulación pierde fuerza si nadie dice la verdad, si nadie confía en las palabras, si nadie tiene tiempo para reparar en el gesto, en el signo. La ironía prevé un desplazamiento reflexivo, pero su movilidad depende de un lector y un espectador suficientemente informado para entrar en crisis (bueno, para redoblar el juego). Creo entrever su economía: hallazgo mínimo, exclusión máxima.

Desde la post ironía, Arturo Duclós leyó la ciudad de Concepción en el alevoso crimen del joven universitario Jorge Matute, aún sin culpables: una red de secretos y complacencias. “Pic Nic”. Así denominó la instalación que realizó para la Pinacoteca Universidad de Concepción (octubre 2005). Una ciudad que gira entre nostalgias y progresos, y otra ciudad que no descansa en paz; una ciudad cultural que se desgasta en su dispersión y otra ciudad arribista y represora que unifica sus intereses. Cuando el poder y su violencia y exclusión manifiestan sus rostros más feroces, ¿cómo hacer arte? ¿con quiénes establecer un diálogo? La textualidad post irónica con que Duclós fijó el sitio del suceso le permitió abrir el código autor-arte-sala-público para insistir en la correspondencia entre arte y documento. Digo insistió, porque ya hace un tiempo que artistas visuales articulan en su producción de obra estas tensiones y muchas de ellas miran hacia el río.

Cuando hablo de archivo o documento no pienso en una residencia secundaria, en una recomposición imaginaria por el barro que fluye en el Valle de la Mocha. De pronto es una trampa esa fascinación o neurosis territorial por definir una u otra capa: ¿Barro o cemento? ¿profundidad o velocidad? ¿pensar el arte es atravesar el pantano o deslizarse por el asfalto? Transitamos la Ciudad Biovías, ahora nos movilizamos más rápido y nos preguntamos para qué ¿para llegar antes a casa o para llegar más temprano al trabajo? En su hipertrofia, la autoridad política piensa la ciudad como sinónimo de vías, de conexiones que homogenizan el trazado urbano. Que la ciudad hoy dé la cara al río Biobío no parece una relectura de esas aguas como frontera (histórica-étnica-política), sino el accidente geográfico que ha permitido delinear en sus orillas la velocidad del progreso, del desarrollo.

El proceso ha sido similar en otras ciudades latinoamericanas. Pero claro, aquí el río se impuso y no hubo silos, ni fábricas, ni arquitectura. Había campamentos, poblaciones marginales que vieron en ese cauce el terreno anegable que nadie quería. Se erradicó lo que se pudo y se irguieron bloques. Pero eso no es arquitectura, ni esa disciplina tuvo que demorar en oficinas públicas y privadas al diseñar su ajuste al entorno. Más allá de la planificación del nuevo barrio cívico de Concepción (que dejará como casco antiguo el actual centro heterogéneo), algo pasa entre los ríos Biobío y Andalién. La generación actual de artistas visuales no deja de producir obras en direcciones opuestas a la indiferencia urbana. Ven ruinas, falta de consistencia, ausencia de urbanismo. Y cuando aprecian la psique barrosa que erigió, en las primeras décadas del siglo veinte, el polo cultural de la región, la herencia de artistas e intelectuales aparece momificada en esa escena de origen:

Desde el filósofo y fundador Enrique Molina al novelista Daniel Belmar, desde el movimiento teatral universitario a los encuentros de escritores que hacia los 60 reunió al “Boom” con el “Beat”. Entre la memoria barrosa y la memoria dura, mejor dicho, entre la actitud barrosa y la pencopolitana, o entre el pasado mítico y el futuro del progreso, es posible indagar otras residencias. No volver al origen, ni predicar para las generaciones por venir. Estar en la corriente que fluye debajo, entre el Biobío y el Andalién, no en las aguas detenidas a metros bajo tierra ni en el pavimento ampliado de las obras públicas. No sacar a las momias de su museo, ocupar la ciudad con otro mapa. La taquicardia intelectual no es buen consejero, pero la construcción de una escena tiene el peligro del barro, de empantanarse, es nuestra versión local de la momificación. Es cierto, desde el barro se ve peor, pero desde el asfalto no se ve nada. El Biobío, la frontera. Cada vez que miro el río recuerdo el lugar de un crimen y recuerdo también a los suicidas que han llegado hasta el límite de sus aguas, hasta su desembocadura marítima. Desde ese lugar pienso que demasiados imaginan la vida sin nosotros e inventan consignas. Entonces, limpian y fijan un lenguaje para hacer caligrafías únicas del mundo, del cuerpo, del tuyo, del mío. Otros han escrito sobre la arena en un acto de desprendimiento, impotencia o comunión. Porque quiero evitar las consignas y porque la memoria tiene archivos que se actualizan en lugares que desconozco, recuerdo la arena de otros relatos:

“A dos leguas de esta Baia entra el tan celebrado en las historias Biobio en treinta y siete grados, y es el mas poderoso de todos los de mas de Chile (…) lo que le haze mas digno de sus alabanças, sino las saludable aguas, de que se compone (…) entra por entre sarças parrillares, que comunicándole sus virtudes, y qualidades, dazen sus aguas salutiferas, y contra muchas enfermedades” (Historia General del Reyno de Chile, padre jesuita,1614)

“Es una ciudad moderna edificada en el valle de la Mocha a un cuarto de legua al norte del Biobío y al pie de unas montañas que llaman el cerro de los Chorrillos. Nueve calles rectas que corren casi norte sur y otras tantas que las cortan formando en ellas ángulos rectos, dividen al pueblo en varias cuadras a las cuales están anexos extensos huertos formando en el todo un grupo de casas entre verdura que complacen la vista con una simetría no siempre rigurosa, pero por lo mismo agradable” (Descripción del Reyno de Chile, Tadeo Haenke, 1793)

La Ciudad de Santiago ni les avia querido dar Socorro, ni ahora se le embiaria, y que sin el enemigo, como se dezia passaba ya con sus tropas a Biobio, eran en vano el pedir socorro a otras partes, pues de ninguna podia venir a tiempo. Y si bien algunos por el amor, que a sus casas, y haziendas tenian, llevados de sus proprio interes eran de parecer, que no se despoblase la ciudad, sin mirar en que se ponian a riesgo manifiesto de perecer ellos como las haziendas, los mas fueron de parecer que se retirasen a la Ciudad de Santiago” (Historia General del Reyno de Chile. Flandes Indiano. Diego de Rosales, 1877)

“Mas, como todas las ciudades, su alma era bella y sórdida, entusiasta y apática, intransigente y liberal. Sí, la primavera y el estío eran dulces, adormecidos. Pero el otoño y el invierno eran duros, hostiles. Salían del océano, del río, de las altas copas de los pinos, y envolvían la ciudad en un manto de bruma, en un opalescente sudario de niebla, que durante el día, mojaba el pavimento y los muros, goteaba desde las ramas de los árboles (…) Y en medio de la masa apasionada y egoísta, ridícula y heroica, creyente, pagana, soberbia y humilde, hubiérase podido encontrar al escéptico, al estoico, al soñador, al artista (Ciudad Brumosa, Daniel Belmar, 1950)

“Así como largas y angostas fajas de sangre / de semen de pintura seca de baba de / tinta derramando muros y detritus de rampas / y fosos por estas márgenes del Bío Bío / largas y angostas fajas de sangre / largas y angostas fajas de semen / largas y angostas fajas de tinta (“Zonas de peligro”, Tomás Harris, 1985)

“El río parece más limpio después de llover: Decido volver al centro de la ciudad. Recorro todas las calles después de la lluvia. Veo a la gente allá afuera, los veo moverse y no me siento tan solo” (Vidas Ejemplares, Sergio Gómez, 1994).

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