lunes, 21 de enero de 2008

Visita de Marcelo Expósito a El Levante

El Levante
Ricchieri 120 Pichincha, Rosario, Argentina +54 341 4724390 www.ellevante.org.ar


Marcelo Expósito estuvo en el mes de julio en Rosario. En esta oportunidad (ya nos había visitado el año 2006), dictó un seminario en el Centro Cultural Parque de España y el sábado 28 hizo su presentación en el taller El Levante. En esta ocasión, su charla giró alrededor de un amplio espectro de prácticas artísticas y políticas abarcando desde el arte público y crítico a la intervención y la acción directa.

Desde hace varios años ya, el trabajo de Marcelo Expósito, debido a la inexistencia de un marco conceptual o estético e incluso ideológico que defina el terreno de las prácticas actuales, está orientado en dos direcciones: tanto hacia la propia praxis como hacia la interpretación de la misma en un ejercicio constante de reflexión crítica, comenzando con una relectura de las vanguardias evitando las categorizaciones “normalizadoras” de la historiografía del arte, de modo de encontrar los antecedentes de prácticas en sintonía con los “desbordes” de los últimos años hasta los cambios radicales en la noción de obra y de artista.

Hemos querido presentar a modo de compendio de su pensamiento, la trascripción de la mayor parte de las respuestas de Marcelo Expósito a un cuestionario acercado por una revista especializada. Se encuentran aquí, concentradas pero a la vez desarrolladas con la extensión necesaria para que podamos sopesar con precisión sus reflexiones, los lineamientos principales de su toma de posición y a la vez, una muestra de su exposición en El Levante. Por razones de economía de espacio, hemos dejado de lado un párrafo dedicado a un comentario del programa “Desacuerdos”, muy específico para el interés de los lectores españoles.

¿Cómo valoras la tradicional distribución de roles en arte, es decir, artistas que producen obra, comisarios que organizan exposiciones, gestores que administran museos y etc.? ¿Necesitamos otros paradigmas?

No sé si hay algo nuevo que yo pueda decir sobre ese tema, porque la situación me parece bastante evidente, y vuestra pregunta está claramente dirigida. Hace mucho que esa división se puede considerar desbordada y superada, aunque seguramente siga detentando una contradictoria hegemonía simbólica y política en el campo artístico. Uno de mis territorios de formación fue el movimiento de vídeo independiente en los años ochenta y primera mitad de los noventa, donde la desjerarquización de los “roles” tradicionales era casi completa. Resultaba perfectamente habitual que la escritura, la crítica, la organización de actividades, la edición y la publicación, la realización y distribución de las obras, etc., fueran desarrolladas por los propios participantes. No hay por qué atribuir ese fenómeno a una especial conciencia política. Seguramente una explicación parcial de aquello es que el vídeo era entonces una práctica situada en los márgenes de la institución artística, y es conocido que experiencias muy semejantes de desjerarquización y simultaneidad o intercambiabilidad en el desempeño de roles han tenido lugar en otros espacios “periféricos” de la institución en momentos y lugares diversos, no sólo recientes. Se puede decir que el desmenuzamiento de esa división del trabajo que llamáis “clásica”, está muy enraizado en la tradición de las vanguardias, siendo por ello ya perfectamente “clásico” también, desde según qué puntos de vista.

Así que no estoy muy seguro de que las prácticas que evitan caer en esa determinada división del trabajo se puedan entender – como a veces tópicamente se afirma – como “negación” de un modelo clásico o como búsqueda de paradigmas “nuevos” u “otros”. Me parece más bien que muestran en sus mejores momentos una potencia propia, que gozan de su propia consistencia ontológica, que están enraizadas históricamente y se trata por tanto de prácticas cuya naturaleza no siempre se puede interpretar en términos de “alternatividad” respecto al modelo que vosotros llamáis “clásico”. En mi caso, hace mucho que ese tipo de trabajo no se postula como una práctica “alternativa” a un modelo “central”, sino como positividad, como exploración de formas de operar consistentes por sí mismas. Y no me siento solo ni, de veras, creo estar inventando nada con ello.

En cualquier caso, si he escrito al comienzo que la hegemonía simbólica y política de una determinada división del trabajo en el campo artístico es contradictoria, es porque la extensión de un modelo difuso de “artista-gestor” es hoy día tal que ha desbordado a aquélla por su base. El trabajo en el campo artístico y cultural responde ahora perfectamente al paradigma del trabajo “comunicativo” que es central en el posfordismo. La hegemonía de determinada división del trabajo artístico es simbólica, por un lado, y se sostiene por intereses económicos e institucionales, por otro. De facto, la labor del productor cultural es hoy fundamentalmente comunicativa, lingüística, semiótica, consiste primordialmente en producir mediante el lenguaje procesos que la institución suele instrumentalizar valorizándolos exclusivamente en el momento en que dicha producción se materializa en objetos o acontecimientos económica y políticamente rentables. La clave de la contradicción reside, me parece a mí, en el hecho de que el mantenimiento de determinada división del trabajo no es ya “natural”, no es consustancial a la forma más desarrollada de la producción cultural actual o a sus principales tendencias: sólo sirve para fundamentar interesadamente ése y no otro modo de valorización del trabajo artístico: el momento de su cristalización en objetos comercializables o en determinado tipo de acontecimientos. En ese aspecto, yo diría que estructural y organizativamente la institución persigue la tendencia, adaptándose a ella.

Cuando se decide situar la valorización del trabajo en otras formas, lugares y momentos, en otros procesos, y, sobre todo, cuando se decide, al menos parcialmente, insistir en la autovalorización del trabajo artístico, entonces cierto modelo de división del trabajo no es que sea negado o criticado: es que sencillamente deja de ser pertinente.

Dicho lo cual, es importante añadir que la extensión de un cierto modelo difuso de “artista-gestor” (un término sin duda resbaladizo, ¿verdad? Añadamos las ideas de artista-emprendedor, curador-artista o “artista-empresario”, de la misma manera que Lazzarato habla un poco provocadoramente del trabajador posfordista como “empresario”...) hoy no conlleva necesariamente una práctica crítica ni alternativa ni dirigida a la autovalorización. Hace treinta años, en el ciclo de protesta del 68 y en el ambiente de crítica generalizada a las instituciones sociales, en gran medida lo era; también lo sería en el momento explosivo de la vinculación entre vanguardia y política del periodo de entreguerras. Hoy día es un modelo ambiguo. (Véase si no el funcionamiento de diversos artistas y curadores “relacionales”.) El actual desdibujamiento de cierta función “clásica” del trabajo del arte responde casi punto por punto a las formas de “flexibilización” del trabajo en el contexto más general de la producción. Como en el conjunto del capitalismo renovado, la “flexibilidad” del trabajo artístico o cultural es de entrada profundamente ambivalente. Pero es desde el interior de esa condición contemporánea desde donde estamos obligados a operar.

¿Cómo afecta tu trabajo no estrictamente artístico (escritura, programación de actividades, comisariado) a tu trabajo propiamente artístico (proyectos propios, exposiciones y obra)? O forma parte de la misma actividad: ¿cómo definirías esa actividad?

Esa diferenciación que planteáis entre “mi” trabajo “no estrictamente” “artístico” y el que “propiamente” lo es, de veras, no me entra en la cabeza; es lo que imagino que esperabais que respondiese. Se trata de una jerarquización que se sostiene en torno a la primacía de una idea de “obra” bastante rancia. Lissitzky dijo hacia el final de su vida que consideraba que su principal obra habían sido los pabellones de propaganda que había diseñado para el gobierno bolchevique en las primeras etapas de la Unión Soviética. La diferenciación que la historiografía habitualmente ejecuta entre “obra artística”, “diseño”, “trabajos para el aparato de Estado”, taxonomizando el trayecto de Lissitzky, es una clara violencia contra la naturaleza de su biografía. Más provechoso me parece tomarse en serio su afirmación y preguntarse: ¿pero dónde demonios está la "obra" en el caso de sus pabellones?

Durante muchos años, de entre los históricos, Lissitzky, Klucis, Heartfield, Renau o el Benjamin de “la obra de arte reproductible” y el autor como productor han constituido para mí el paradigma fundacional (precisamente por no ser “únicos” ni aislados) de una determinada manera de desbordar un modelo que fue clásico, indicando la apertura hacia un tipo de prácticas que, sin partir para nada de cero, inauguran modos que ya no son “negación” de otros predominantes, sino que organizan su propia consistencia, su propia positividad. Un pabellón diseñado por Lissitzky es un proyecto colectivo que incorpora dinámicas pluridisciplinares, que contiene “obras” y otras cosas que propiamente no lo son, así como una infinidad de elementos “intermedios”. Es un trabajo que opera a partir de principios cooperativos y por la puesta en común de competencias diversas. Y asume radicalmente dos características que impugnan fuertemente el modelo entonces clásico para abandonarlo: su carácter útil y su dimensión comunicativa. Cuando el arte de vanguardia tuvo que discutir abiertamente su funcionalidad política y afrontó su dimensión comunicativa, ya no discutiéndolas en el plano de los contenidos sino incorporándolas estructuralmente, hace casi un siglo, me parece que fue el momento en el que comenzó lo que ahora somos o lo que todavía podemos llegar a ser.

(Uno de los artistas que más he admirado, Ulises Carrión, por cierto, trabajó sin pausa y no produjo tanta “obra” legible, consistiendo el grueso de su práctica en intervenir en procesos comunicativos dominantes o en producir otros, desplazando constantemente la forma y el momento de su (auto)valorización, siempre mutando. Interferir en los canales de comunicación, producir comunicación alternativa y tejer organización y redes; ése fue su trabajo.)

Me parece que lo que el ejemplo histórico de ciertas vanguardias nos enseña es una doble lección: una, que puede haber “arte” “sin obras” (Godard decía que una cosa es el cine y otra las películas, y que muchas veces éstas no tienen nada que ver con aquél: de ahí que la historia del cine debería diferenciarse rigurosamente de la más habitual historia de las películas y los directores; desde hace un tiempo me pregunto: ¿cómo se escribe una historia del arte “sin obras” o donde la noción habitual de obra esté radicalmente descentrada?); dos, que se puede hacer un arte “que no lo parezca” (si uno sale del ámbito europeo y de las vanguardias "clásicas", los ejemplos de esto segundo se multiplican exponencialmente). La primera lección nos remite, creo, no a la cháchara de tópicos académicos sobre la desmaterialización del objeto, sino al cambio radical de mentalidad que se produce en determinados casos históricos sobre cuál es el momento de la puesta en valor del trabajo artístico que se ha de priorizar y cuáles son las "nuevas" formas que, en consecuencia, ese trabajo ha de adoptar para autovalorizarse. La segunda lección nos remite al estatuto de contingencia que caracteriza al trabajo artístico, que no siempre ha de considerar en primer lugar ser reconocido en su condición de tal de acuerdo con la primacía de los criterios de legibilidad sancionados contemporáneamente por el campo institucional correspondiente (criterios de legibilidad de la condición artística de la “obra” que, en cualquier caso, a estas alturas ya lo sabemos, son en sí mismos históricos, contingentes, de ninguna manera absolutos y esenciales; para nada desinteresados. Conviene no olvidar nunca las enseñanzas de la historiografía del arte y la teoría del cine feministas), más aún cuando la formalización del trabajo o sus procesos se desplazan fuera del campo o fluyen dentro y fuera de él. En este último caso es extremadamente relevante ser conscientes de que la “artisticidad” de lo que se hace no es una identidad ni una condición esencial o dada de antemano: es una contingencia que puede responder a funciones tácticas o políticas, y cuya sanción como “obra” se ha de disputar discursiva y materialmente al “sentido común” del campo institucional mediante conflicto y negociación. Por eso me resulta imprescindible ejercer la escritura y la crítica, que hay que entender no como la profesión de quienes emiten inspirados juicios, sino como el terreno donde se disputan y negocian conflictualmente los criterios de legitimidad y valoración de las prácticas (http://transform.eipcp.net/transversal/0806/butler/es).

Para mí, la invención más formidable que la vanguardia artística aporta en el siglo pasado a la cultura y a la política, es el montaje. Me refiero al montaje que, sea en Tucumán Arde, en Heiner Müller o en Alexander Kluge, no es un ejercicio de estilo que se pliega sobre sí sino que constituye una herramienta para pensar, para pensar críticamente. Montar es, en este sentido, reunir cosas heterogéneas en un conjunto fragmentado que resalta su discontinuidad estructural destruyendo cierta ilusión de autocoherencia y unidad de la forma y del discurso sin renunciar por ello a la producción de sentido, cosas cuya colisión merece ser pensada en un conjunto que a través de sí remite a otro lugar. Me maravilla todo lo que ese invento puede seguir aportando a la construcción de formas y a la práctica discursiva. Nosotros decimos siempre que Brumaria (http://www.brumaria.net), por ejemplo, es un proyecto de artistas. El trabajo de Brumaria me parece que consiste, entre otras cosas, en tomar elementos que se encuentran en distinto grado de materialización y dispersión en flujos o redes más amplias, de las que pensamos que formamos parte, catalizándolos mediante su reorganización, pensando la secuencia editorial de una manera muy sencilla como una técnica de montaje que articula discontinuamente un discurso que a su vez se pone de nuevo a circular. Los proyectos “artísticos”, de investigación, enseñanza o curaduría que por lo general he realizado, tiendo a describirlos cada vez menos como híbridos o como propuestas interdisciplinares, y pienso a cambio que se encuentran suspendidos entre todas esas categorías; técnicamente, consisten casi siempre en pequeños ejercicios de construcción y montaje.

Resumiendo, si la distinción que inicia vuestra pregunta no me parece pertinente a la hora de pensar lo que se ha de hacer, es porque creo sobre todo en el trabajo de construcción y montaje que produce ocasionalmente “cosas” que no son necesariamente legibles como "obras". Siempre sospeché de la pervivencia del objeto surrealista en determinado arte contemporáneo tanto como de la manera en que el conceptualismo dominante y sus secuelas reintrodujeron el fetichismo de la “forma” por la puerta de servicio; en dadá sólo creo ya un poco, y, a cambio, me mantengo creyente del constructivismo y del productivismo, del documental político moderno y de los cines de montaje. Casi todo el arte del que sigo aprendiendo consiste en construir, (re)estructurar, combinar, montar.

La red y la situación económica actual dirigen hacia un modelo de trabajador polifacético. ¿Tu trabajo en distintas vías es cómplice o resultado de esa situación? Y en el caso específico del arte: ¿parte de una voluntad activa real en cultura o se trata de una adaptación al medio?

Quizá resulte interesante detenernos un instante sobre ese adjetivo tan curioso, “polifacético”. Cuando la historia del arte moderno occidental tuvo que construir un relato que incorporase, “normalizándolas”, las rupturas de ciertas experiencias de la vanguardia, lo que hizo fue, por ejemplo, capturar el arte soviético, articular su (re)presentación organizando un relato del mismo que individuase líneas biográficas como piezas que componían una corriente “plural”, y relatar a su vez cada una de esas individualidades más o menos aisladas a partir de una organización de su “obra” separada en estilos y formatos. Es esta taxonomía y yuxtaposición lo que producía el efecto de simultaneidad en el empleo de técnicas, lenguajes y soportes por parte de los artistas. Es en momentos como ése que la historia del arte en el siglo pasado construye el mito del artista moderno “polifacético”. Rodchenko o Stepanova nunca se plantearon ser artistas polifacéticas; esa condición es un efecto de sentido de la manera en que la historia del arte moderno recupera el tipo de rupturas que esos artistas representan en un relato normalizado donde el conflicto ha sido domesticado. Su obra no es polifacética: es más bien conflictiva.

En lo que se refiere al trabajo, el trabajador actual no es “polifacético”: es multiexplotado, o mejor dicho: está sujeto a un régimen de explotación flexible (http://en.wikipedia.org/wiki/Precarity). Sería entretenido pensar, cruzando conceptos, la manera en que la ilusión de “polifacetización” del trabajador que actualmente se requiere para hacer más llevadera la nueva forma de dominio capitalista sobre la fuerza de trabajo se relaciona con el tipo de explotación flexible a que Tatlin o Popova son sometidas por la historia del arte moderno para extraer un tipo de plusvalor cultural que alimente la existencia de ésta a cambio de violentar la naturaleza de la experiencia artística y política originaria.

El segundo término que me resulta curioso es “complicidad”; se agradece la claridad del planteamiento, pero remite a un enfoque de la cuestión que para mí es poco operativo: ¿cómo se ha de declarar uno desde el banquillo de los acusados: culpable, inocente? (no sé otros, yo no estoy en esto ni para someterme a ningún proceso político ni para ganarme el cielo). Si de lo que se trata es de poner entre interrogantes si las posiciones “críticas” son “auténticamente” cuestionadoras del estado de cosas o ayudan a reproducirlo, creo que una respuesta muy simplificada, para empezar, podría ser: las dos cosas. Pero no basta con decir eso.

En este orden de cosas, el trabajo del arte no es diferente de la manera en que el conjunto del trabajo posfordista oscila entre la autovalorización y el dominio y muchas veces es paradójico porque opera simultáneamente bajo esas dos condiciones: autonomía y sujeción. El trabajo artístico y cultural ha sido durante largo tiempo en el siglo pasado una actividad social “extraordinaria”, fuera de lo común, excepcional. Hoy día, sus características clásicas (actividad desregulada no sometida a la disciplina del “trabajo fabril”, énfasis en el valor de la autoexpresividad e importancia máxima otorgada a la subjetividad...) son cada vez más el paradigma de las formas centrales del trabajo en el capitalismo renovado (http://www.cip-idf.org).

Quienes en mi generación comenzamos a realizar trabajo artístico antes que político, caímos poco a poco en la cuenta de cómo funcionaba nuestra actividad en el campo artístico. Al comienzo, no teníamos ni la más mínima idea de cómo el sistema de explotación flexible al que estábamos sometidos era intensivo aunque discontinuo. Su discontinuidad es precisamente la clave que permite que la explotación sea sostenible. Si una institución “dispone” de tu trabajo de forma continuada y regularizada, te planteas inmediatamente entrar en una relación regular del tipo “trabajo por salario”. Si “dispone” de tu trabajo de manera discontinua y desregularizada, entonces la relación anterior cambia a los términos ocasionales “trabajo por renta”. La renta, no un salario, es lo que circunstancialmente se te paga por un trabajo puntual tipo “prestación de servicios”; el resto del tiempo es “tuyo”. Pero es en el tiempo de “inactividad” para con la institución cuando realizas el trabajo de autoformación, entrenamiento o ensayo, preparación, producción, etc., que en la prestación “de servicios” pones a producir sin que se te remunere. La explotación del trabajo artístico es por tanto intensiva porque se ejerce sobre el conjunto del tiempo de vida que empleas en tu dedicación, pero la clave de por qué resulta económicamente sostenible para la institución reside en el hecho de que se formaliza de manera discontinua: sólo se te paga por el proyecto, la exposición o la investigación concreta o por las horas “que trabajas”. Si ese tipo de explotación está ampliamente aceptada en el campo artístico es, obviamente, porque tu actividad supuestamente “te gratifica” en términos de libertad y autoexpresión vocacional. También porque la relación de sometimiento a la institución es irregular en la relación trabajo-renta, pero constante en términos simbólicos y en sus formas de subjetivación: al artista se le enseña a mirar siempre hacia ella como garante de la legitimidad y sobre todo de la “relevancia” de su propia actividad.

Había una contradicción estructural inescapable para quienes empezamos a pensar la politización de nuestra práctica artística sin romper el círculo vicioso de su puesta en valor predominantemente al interior de la institución. Las corrientes de la crítica institucional y ciertas formas de arte público y crítico, o algunas prácticas de crítica de la representación de las que nos alimentamos a partir de los ochenta y hasta la segunda mitad de los noventa, fueron como maná caído en mitad del desierto de la contrarrevolución cultural posmodernista. Pero me parece que se hacía cada vez más claro que las prácticas críticas sólo podían plantearse una consistencia y una potencia de creación (¡y de autocreación!) propias si no era mediante la solución que adoptaron algunas experiencias del periodo histórico de las vanguardias cuando llegaron a esa misma encrucijada: lo que hicieron fue buscar otros momentos, lugares y formas de puesta en valor del trabajo del arte aparte de los momentos de relación con los aparatos de la institución. Creo que esa circunstancia no empezó a darse, en la experiencia que yo viví, hasta que entrados los noventa comenzó a ser posible esa autovalorización del trabajo del arte vinculada a las nuevas formas de protesta y a las nuevas dinámicas de autonomía social. Pienso que en eso consiste la grandísima importancia que tuvieron las nuevas experiencias colaborativas de grupos originalmente “de artistas” como La Fiambrera en España, Ne pas plier en Francia, Grupo de Arte Callejero (GAC) y Etcétera en Argentina, y seguramente muchas otras que se difuminaron, fueron menos consistentes o estamos por descubrir: ellos reinventaron una forma de puesta en valor del trabajo del arte, cuando la práctica artística ya era claramente paradigmática del conjunto de la producción posfordista, haciéndola salir del puro sometimiento (incluso del sometimiento crítico) a la explotación flexible, y haciendo que esa autovalorización ayudase a reforzar las nuevas dinámicas sociales de oposición surgidas precisamente de las fracturas de la hegemonía neoliberal.

Esa forma de romper el círculo en el que las prácticas críticas estaban capturadas no “resolvía” desde luego todos los problemas de las formas de sometimiento del trabajo crítico del arte a la institución, porque esa relación es compleja e incorpora aspectos desde simbólicos hasta económicos; pero sí favorecía las condiciones para revelarla y afrontarla desde otras posiciones materiales y políticas.

Este relato apretado parece desembocar en la idea de que sería necesario, en consecuencia, llevar esa dinámica al extremo para materializar una pura y simple fuga de la institución artística o mantener con ella desde fuera una relación meramente cínica o instrumental. Pero eso nunca me pareció una conclusión inteligente ni operativa. Por muchas razones. Una de ellas es esta verdad de Perogrullo: producir artefactos artísticos o culturales no equivale a producir coches o armamento. Lo que nosotros producimos tiene una función compleja en el capitalismo semiótico. Por muy sexy que resulte el punto de vista postsitu, no está escrito en ningún lado que los artefactos culturales no sean o no puedan ser otra cosa que (o además de) mercancías o instrumentos de dominio ideológico sobre las conciencias; no es sostenible empíricamente que cualquier “forma” que adopte el trabajo en la industria “espectacular” esté cosificada y no soporto la hipótesis de la omnipotencia recuperadora del “sistema”. ¡No es que yo crea en la bondad intrínseca de la cultura o en su legitimidad esencial como medio de emancipación!, pero ante tanto descreimiento (cínico o ilustrado) dentro de nuestro propio campo, no tengo más remedio que declararme creyente (eso sí, ¡de la teología de la liberación!) en la potencialidad que el trabajo crítico en el seno de las instituciones artísticas, culturales y educativas tiene no ya de iluminar algunas conciencias, sino sobre todo de influir sobre las formas de producción de conocimiento y de subjetivación instituidas. No obstante, que las operaciones que se realizan al interior del campo institucional deban buscar desbordarlo y sobre todo poner en valor su producción al menos en parte fuera de él, me parece no sólo una necesidad política sino sobre todo una enseñanza biográfica, porque ésa ha sido la forma que muchos hemos encontrado de romper el círculo desesperado de la crítica que parece no poder esperar sino su enésima recuperación.

Lo que importa no es si una crítica será recuperada, sino qué ha sido capaz de generar además al ser ejercida. Lo que cuenta es en qué dirección tu trabajo contribuye a movilizar las energías singulares y colectivas, y puede hacerlo de muy diversas maneras y a muy diferentes escalas. Declarar a todos “cómplices” de una situación no me parece que conduzca a nada, sino al cinismo generalizado. Igualmente me inquieta escuchar a personas cuyo trabajo aprecio afirmar sin más ni más que “estamos todos dentro”, que “todos somos institución” o que “todos somos prostitutas” del campo del arte, porque esas afirmaciones, además de ser inexactas, no se pueden detener ahí, y me parece que tienen la responsabilidad de responder de inmediato: entonces, ¿qué hacer?

Desde hace ya algunos años ha habido una continuidad de proyectos que se plantean una relación ni cínica ni instrumental con la institución, con el fin de generar prácticas críticas en su interior buscando su puesta en valor simultáneamente ahí y en otro lugar y momento, bajo otras formas. Se trataría de “entrar” y “salir” de la institución como un continuo en el que la puesta en forma institucional no se evite, e incluso se contemple, sin ser el objetivo central[1]. Producir redes y flujos que no respetan demarcaciones previas y constituyen a cambio sus formas propias de esfera pública --un concepto que seguramente comienza a quedársenos algo estático-- es con seguridad una de las invenciones más importantes de la creatividad política de este nuevo ciclo.

Enlaces complementarios:

http://transform.eipcp.net/transversal/0106/brumaria/es

http://usuarios.lycos.es/pete_baumann/marceloexpo.htm

http://www.arteleku.net/4.0/pdfs/1969-3.pdf

Marcelo Expósito; Puertollano, 1 de octubre de 2006.



[1](http://transform.eipcp.net/calendar/1153261452, http://transform.eipcp.net/transversal/0406/crs/es, http://www.fridericianum-kassel.de/ausst/ausst-kollektiv.html#interfunktionen_english, http://www.exargentina.org/lamuestra.html)

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