martes, 29 de enero de 2008

Prácticas artísticas y espacio público

Un problema de intereses

Por Vania Caro


«Espacio público», bien podría ser un concepto en crisis por estos tiempos, más aún si pensamos que la validación del mismo está determinada por la anulación de dicha validez. Pero si tenemos este espacio sólo en la medida de su recuperación o reconstrucción, quizás debiéramos dejar de pensarlo como un cuerpo en sí mismo, y nivelar la abstracción hacia los factores que lo constituyen, así comprendemos que el diálogo existente entre los conceptos de ciudadanía y espacio público parece erigirse sobre la ambigüedad; el sentido por naturaleza político del primero nos sugiere participación, instaurando así al ciudadano y ciudadana como sujetos activos, columna vertebral de una sociedad cívica, sin embargo, el ejercicio natural que validaría esta función se ve coartado por una estructura representativa y acrítica, donde el rol de la ciudadanía se minimiza hasta el punto evidente de presentarla como un cronograma estricta y convenientemente regulado por derechos y deberes tímidamente «mencionados», como estatutos ajenos a su sentido real.

De esta forma, el espacio público, parte inherente de la ciudadanía, puesto que es el lugar natural de la acción y la comunicación, se le presenta a ésta como un espacio negado, invalidando así el mismo medio por el cuál puede realizarse, enmudeciéndola. Entendiendo que la ciudadanía es un derecho a ejercer y no un estatuto, no podemos acercarnos a ella obviando el poder como un aspecto imprescindible de su ejercicio, pues mediante la identidad colectiva, la pertenencia a una comunidad, nos constituimos en seres políticos, teniendo así la intrínseca facultad de dar o quitar legitimidad a los procesos culturales, económicos y sociales, siendo esta comunidad el espacio donde las particularidades pasan a ser más importantes que los individualismos, valorándose las singularidades dentro y no en contra de la masividad, pasando a posicionarse la persona como núcleo de referencia de los procesos colectivos.

«Legitimidad», bien podría ser, entonces, la receta prometida en estos casos (si es que tuviéramos la ilusión de una), más aún cuando hablamos de la invalidación de manifestaciones y procesos artísticos como evidencia de una cultura apaciguada y prudente. A pocos días de que finalizara el plazo para la entrega de postulaciones al Fondart, la alcaldesa del municipio de Concepción, Jacqueline Van Rysselberghe, aborta arbitrariamente el proceso de diálogo previo al montaje de una intervención que buscaba concursar en esta instancia, al negar el permiso municipal para dicho proyecto visual, el que, paradójicamente, dentro de sus fundamentos se refería a las fronteras en las concepciones de lo público y lo privado:

Este proyecto consistía en hacer una intervención en el Parque Ecuador, en donde se hablaba de las prácticas “privadas” que se desarrollan en el espacio público, abordando este lugar como epicentro parejero, ampliamente reconocido por los penquistas. La intervención se llevaba a cabo a partir de diferentes medios ya que era considerada una intervención colectiva en donde a través de la radio y de un blog del proyecto se invitaba a la gente a donar sabanas matrimoniales (usadas) las cuales eran investidas (un espacio para dos)… eran alrededor de 200, y se iban a disponer entre las calles mas concurridas por las parejas, esto como conclusión de una serie de ejercicios de observación… se disponen como una especie de biombo que no funciona dividiendo necesariamente, sino que, a través de la transparencia de las sabanas se generaba un velo que resignificaba una imagen cotidiana.

Todo marchaba bien, contábamos con el apoyo de la Pinacoteca y de la Alianza Francesa para realizar posteriormente actividades en torno al registro y a lo que se generaría con el proyecto, pero la Municipalidad no nos otorga la autorización porque nuestro proyecto “abordaba temas relacionados con la moral” y en palabras textuales de nuestra alcaldesa: “háganlo en otro lado, la gente no entendería lo que ustedes van a hacer como una manifestación artística” ,nunca hubo una respuesta formal, una carta en donde se detallaran los motivos del rechazo sino que la persona encargada de esta área en la Municipalidad nos dio la respuesta , muy vaga el 25 de enero. Eso era jueves y el viernes se entregaba el Fondart, bueno después fuimos a la consulta ciudadana que se realizaba ese fin de semana a preguntar acerca de los criterios de evaluación a la alcaldesa, pero ... fue más decepcionante...”

Este relato de una de las productoras y gestoras de la negada propuesta, nos ejemplifica notoriamente el nivel de absurdo del que hablamos al referirnos a los criterios empleados por esta abstracción denominada “servicio público”.

Casi por ironía, este solo acto (me refiero a la actitud de la alcaldesa), que en su objetivo la desligaría de toda discusión pertinente, no hace otra cosa que introducirla, como figura representativa de un poder tecnocrático, en un debate aún más acorde a nuestro tema de interés. De esta forma, con un «incidente» burdo, que roza en lo irrisorio, vemos enfrentada la autonomía ciudadana contra una institución que, debiendo representar nuestros intereses en su principio de servicio público (y aquí está otra vez la crisis del concepto), no hace otra cosa que manifestar su poder en una estructura ideológica basada en la contención social. Estos dos poderes, que en definición son el mismo, sólo que con él unos someten, se ven normados por un esqueleto social arbitrario y autoritario, bajo el cual reinan lo obvio y las «pinceladas» sobre problemáticas reales a las que nos enfrentamos.

Probablemente, lo más triste de esto es que ya no nos sorprende; abusos como el mencionado han pasado, bajo la mirada impotente, a formar parte de la normalidad, abortando cualquier posible ejercicio de comunicación. No se trata sólo de la negación del derecho a manifestar, sino de la negación del derecho que tiene la población al acceso y a participar de estas manifestaciones, coartando la comunicación entre estos distintos agentes en el proceso creativo. No es necesario saber el número exacto de permisos municipales negados bajo justificaciones similares para comprender que permanecemos en la continuidad de una estructura de ordenamiento social contraria al respeto por los derechos civiles, sobre todo en materia de soberanía intelectual; nos siguen diciendo lo que podemos y no podemos ver.

La pregunta que llega a nosotros es ¿De qué forma logramos ejercer el poder que nos corresponde para dar y darnos validez?

Por estos días ya vemos con más frecuencia cómo numerosas organizaciones a nivel local empiezan a luchar por sus necesidades, guiados por una, cada vez más terrible sociedad neoliberal, un modelo de opresión económica y descabezamiento de cualquier indicio de autonomía que ya lleva acumulados a su haber, y sólo hablando de Chile, desastres ecológicos, privatizaciones de recursos ambientales y culturales, fraudulentos planes urbanísticos, entre una larga lista, desastres de los que, digamos a modo de anécdota, ya se sabía incluso antes de que estallaran, debido a que en todos los países que alguna vez implementaron el mismo plan económico, éste hace años se descartó por obsoleto. De esta forma, y volviendo a la consecuencia, nos encontramos con un proceso claro de glocalización, en que las micro-orgánicas políticas comienzan a ejercer su poder entrelazándose unas con otras (así como los problemas se entrelazan también) comprendiéndose así que una estructura de beneficencia como la que propone el Estado para apalear los conflictos, basada en un estado de necesidad que sólo ataca los síntomas y atenúa la discusión «ayudando» individualmente a los afectados y, por ende, disolviendo cualquier organización, ya no es totalmente creíble por los ciudadanos. Las pequeñas orgánicas se sustentan, entonces, sobre un denominado estado de derecho, descubriendo y desenterrando las bases de los problemas, entendiéndose a sí mismos como sujetos sociales activos y creando lazos en redes casi subterráneas, sobre las cuales el derecho y deber de la discusión se empieza a comprender, aunque lentamente, con más claridad. Así, discutiendo, se entrelazan y expanden múltiples redes horizontales, en todas direcciones, llegando a vislumbrar el modelo político que Gilles Deleuze y Félix Guattari propondrían alguna vez en analogía con un rizoma (término botánico atribuido a una base subterránea de un sólo tejido entre múltiples raíces conformantes de un sólo ser vivo).

Bajo esta premisa, atribuimos a estas redes sociales una estructura de conocimiento que no se deriva por primeros principios, sino que se va elaborando desde todos los focos gracias a distintas observaciones y subjetividades. La organización rizomática del conocimiento sería, así, un método para ejercer la resistencia contra un modelo jerárquico de estructura opresiva.

El entorno, queda entendido como una integración total de factores, un constructo social donde el arte pasa a configurarse como posibilidad en un esquema de conexiones donde todos van generando un mismo movimiento, pero en todas direcciones, siendo el poder no un fenómeno de dominación masiva y homogénea de un individuo sobre los otros, ni algo dividido entre quienes lo poseen y quienes no lo tienen y lo soportan, sino una transversal y polidireccional cadena de acciones que no está quieto en los individuos. Un estado de revolución pasaría a significar la apropiación, por medio de este rizoma, del espacio que nos hace activos; una toma de consciencia de rol e ingerencia que nos convierte en motores de una sociedad, con la posibilidad plena de una autonomía válida sólo en la medida de nuestro convencimiento.

Las prácticas artísticas adquieren un rol aún más complejo en este contexto, la banalidad del espacio público contemporáneo podría ser perfectamente contraatacada por ellas, pero siempre requiriendo de decisiones conscientes y explícitas; nos referimos a un espacio de infinitas acciones irrepetibles donde el valor del diálogo y el relato histórico van en favor de enriquecer la práctica de la comunicación. Así como el manejo de información, el dominio urbano bien podría ser una de las dimensiones más determinantes dentro de una actividad crítica artística. Desde esta prospección, esta estructura horizontal y participativa del conocimiento colectivo se vería presentada también en esta red de prácticas artísticas como modos de socialización y organización, como una serie de resistencias activas dentro de lo que cabría llamar la “proyección social” del arte.

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