domingo, 6 de diciembre de 2009

Iniciativas artísticas, independientes, y eventos. Sumo riesgo y suma de riesgos ¿Condición para lograr hacer lo que se desea hacer?

Cristian Muñoz


Este puede ser considerado un texto con aire editorial; no obstante, no se ha contemplado que sirva como puerta de acceso a la diversidad de los artículos presentes en la publicación ni menos como resumen de ellos. Esa función aparente se debe a la sintonía entre esta propuesta textual y varias de las que se han reunido en este número de revista Plus; afinidad derivada de una procedencia en cierto sentido compartida, que se delimita en el terreno de aquellas iniciativas artísticas que intentan hacer sustentable su actividad conquistando a su vez un margen de autonomía. Afinidad programática que puede ser identificada en las iniciativas artísticas, llamadas independientes, y que es parte de un ánimo tendiente a asegurar su gobernanza justamente frente a operaciones de gobierno, ya sea de Estado o de Mercado. Actitud crítica que es una propiedad de la producción cultural artística que persigue su independencia, que se acentúa al entrar en vínculos con el programa de algún evento estatal o privado, o bien sostenido por determinadas instituciones culturales; muy especialmente en el contexto de la actualmente generalizada administración neoliberal de aquellas últimas. Así, la actitud crítica mencionada insoslayablemente llama a prestar atención a las formas de apropiación y usufructo que acechan la producción cultural; a poner de manifiesto determinadas coyunturas en que precisamente esa amenaza agudiza la crisis derivada de la sistemática extensión de la explotación del trabajo artístico.

Dentro de las manifestaciones de esa apropiación tiene interés especial aquella que se deja entrever en la concesión de unas cuotas de alteridad en eventos que sin duda intentan una representación nacional. En ese sentido, la ya rutinaria presencia en eventos artísticos de ciertas notas de diferencia – tales como lo joven, lo local, la discusión erigida desde las problemáticas de género-, que en principio supondría un índice de irrupciones problematizadoras, puede ser fácilmente significada de acuerdo a uno u otro paradigma dominante. Así, por una parte, esa diferencia puede ser traducida como simple expresión de aquella lógica economicista, hegemónica, que comprende la minoridad como un capital simbólico específico que puede sumarse a la corriente del emprendimiento y por ende dedicarse a obtener el reconocimiento de su valor agregado en la vitrina mayor del mercado global. Y por otra parte, lo joven, lo local, lo crítico del arte pueden quedar comprometidos en operaciones de legitimación de Estado, es decir, sistematizados para provecho de la muy mentada gobernabilidad, ya que en la retórica de los eventos, la diferencia puede cooperar en la composición y difusión de una imagen espectacularizada de la ciudadanía y su participación.

De forma específica, corresponde considerar que la Trienal de Chile, evento de artes visuales bajo cuyo patrocinio ve luz esta publicación, ha sido colocada en el marco de las actividades de conmemoración del Bicentenario de la nación. A partir de ello, espontáneamente, se podría pensar que en su desarrollo tendría significativa cabida un ejercicio de perspectiva histórica, pero se avizora con dificultad algo más que el nexo corriente entre cultura y espectáculo como construcción de una representación con fines de integración interna y fusión externa. Sin embargo, persiste bajo esas operaciones un subtexto, que plantea una propuesta estratégica que apunta a objetivos contra-espectaculares; concretamente, para algunos agentes la trienal del Bicentenario esboza la posibilidad de servir a la generación de un ámbito de intercambios y contactos, en primera lugar regional, que preste auxilios a la sustentación y consolidación de la escena local (nacional) de producción cultural artística y a un renovado circuito de generación y valorización de la producción artística de la región. Luego, esa finalidad determina una particular forma de implicación de la problemática histórica, en tanto desde su eventualidad o contingencia la Trienal podría dar cierta respuesta a las prolongadas y especiales necesidades de desarrollo infraestructural que demanda la institucionalidad cultural local.

Es inapropiado desconocer la valía de los objetivos comprendidos en aquella apuesta estratégica, pero con ella se ve emerger en toda su magnitud su propio carácter ambivalente. Es imposible obviar que el inevitable compromiso de todo evento con lo que la administración contemporánea del Estado ha dado en llamar, sin tapujos, branding o “imagen país”, tiene riesgos que son percibidos y resentidos por quienes han suscrito una vinculación circunstancial con la producción del evento, pero que regularmente -con dedicación autónoma y esfuerzos propios- sostienen diversos espacios e iniciativas dedicados a la producción artística y a su puesta en valor. Riesgo de invisibilización de esa dinámica autogestiva y por lo tanto riesgo de apropiación de las experiencias, localizadas, involucradas en el intento crítico de sustentar una definición de contemporaneidad pertinente de acuerdo a su contexto, desarrollada como conjunción de una experimentación en el plano organizacional y en el de los lenguajes artísticos. Se puede advertir que aquello que se “tornará visible” en el marco de la Trienal -dentro de lo que en el mejor de los panoramas podría corresponder a un proceso de elaboración de infraestructura- corre el peligro de ser convertido en superficial y presentista motivo de celebración de, por ejemplo, una supuesta inscripción-circulación artística de rango internacional, al menos regional; apoteosis que a su vez coadyuvaría en la construcción de una imagen, por demás complaciente, de la inserción de Chile en el ordenamiento global.

En conclusión, es posible que la retórica del evento produzca imágenes que revisten carácter de mistificaciones respecto de la situación regular de la producción artística; carácter que se exacerba cuando la apropiación toma como base un repertorio de producciones y un trabajo artístico de origen colectivo, joven y periférico, eso con respecto al radio de influencia de cualquier política dedicada a auspiciar la clase de experiencias de autoorganización que son capaces de producir innovación. En definitiva, el giro hacia la condición de evento y espectáculo capitaliza para provecho de la administración la exhibición idealizada de una diferencia no contrastada con sus reales condiciones de emergencia.

Evento y azares, riesgos y beneficios, de la empresa (artística) privada. Compensaciones simbólicas y apropiación de los productos de la coordinación y la colaboración.

En términos generales, son diversos los puntos de controversia originados por la conjunción de cualquier evento, con toda su contingencia, y los productores culturales e iniciativas que desde los márgenes de su programa desarrollan acciones que dotan a éste de contenido efectivo, pero que a la vez intentan corresponder a sus intereses particulares a través de estrategias de resistencia o acomodo. En primer término son notorios los conflictos de índole contractual o laboral que se derivan de la producción de un evento. Ellos están dados por el hecho de que el evento viene a ser un punto notorio de una serie de situaciones en que se soslaya toda discusión relativa a las dificultades que enfrenta de modo normal la práctica cultural y artística en el contexto latinoamericano. Así, se diría que el rendimiento de los eventos en la producción de una apariencia de proliferación en materia cultural, y como supuesto índice de la promoción integral de la sociedad, es inversamente proporcional a las reales y concretas condiciones de sustentabilidad local de la producción cultural, las que suelen ser de completa responsabilidad de los productores.

Ahora bien, en el caso específico de Chile, no han sido notorios ni menos cuantiosos los pronunciamientos asociados a la demanda de status laboral (que justamente debería hacerse efectivo a la hora de negociar participaciones dentro de producciones de cualquier naturaleza), lo que bien se sabe está tan perfectamente enlazado con la plena asimilación del modelo proyectista (Fondart: Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes.) como único sustento a la producción, y los productores culturales artísticos. Por lo tanto, se diría que existen mecanismos que favorecen la naturalización de las condiciones deficitarias en que cotidianamente se desarrolla toda producción cultural artística, y junto con ello el rol determinante del mercado y bien precisas instituciones en la valorización de la producción; una estructura en la cual intervenciones puntuales, como lo es el caso de lo eventos, hacen posible omitir los aprietos que confronta toda producción y todo productor cultural que se propongan mantener con constancia las investigaciones y el ejercicio para asegurar el perfeccionamiento de su trabajo y sus productos.

Se diría que los eventos se gestionan y producen en condiciones que permiten que los productores se vean inclinados a tomar su inclusión en ellos como una tipo de distinción o reconocimiento. Así, en medio del efecto anímico que ello detona, se extravía la memoria de los trabajos forzosamente autogestivos que han sido indispensables para alcanzar una producción digna de la atención y de la demanda por parte de la producción de los eventos y las institución mandantes. De otro lado, las promesas de inscripción en el circuito y el mercado internacional que van de la mano de los eventos acaban con la serenidad necesaria para realizar el cálculo de la relación inversión/beneficio. Se diría que el presente brillante del evento, por una parte, permite a los productores conciliarse con un pasado de responsabilización personal; de igual modo, en la línea de la auto-responsabilización, los productores se habituarían a la idea según la cual la producción cultural y el trabajo artístico se configuran como emprendimientos, de modo que están cruzados por los azares, riesgos y beneficios, de una empresa completamente personal, lo cual a su vez representa la plena internalización de la lógica de la competencia en el ámbito de la producción cultural artística.

Evidentemente se trata de un problema de sobre-inflación de las compensaciones simbólicas. Es parte de éste el que la inclusión en algún evento se convierta en un medio de reconocimiento, como también lo es el que ella se convierta en motivo de la supuesta emergencia de nuevas oportunidades. Justamente, “oportunidad” equivale a una realización diferida, es el nombre de aquello que sigue correspondiendo al plano de unas posibilidades, tan ciertas como inciertas. Entonces, se puede preguntar qué clase de conquista es aquella que se ha aparejado al trabajo cuando ésta dice relación con algo que permanece en un estado potencial. Si se considera exclusivamente el caso de aquellos productores que, de modo individual u organizado, conciben los eventos como una forma de proyectar carreras concebidas en directa dependencia respecto de una participación en el sistema arte internacional y su mercado, se ha de reconocer que en ese caso la impresión y la medida del logro son proporcionales a la del ocultamiento, por una parte, de aquellos esfuerzos autogestivos regulares, gastos de inversión de todo tipo realizados, y por otra de la condición meramente potencial de lo que se ofrece como beneficio. Es decir, la oportunidad que se ofrece no es nada más el rostro amable que encubre la precarización y el riesgo que consustancialmente se inscriben en el trabajo artístico.

Pero además, en términos del trabajo artístico y su valorización, la situación puede ser aún más grave y compleja, ya que la irrupción y el funcionamiento del “aparato evento” puede suponer la apropiación de unos productos que son el resultado de diversas formas de colaboración, de forma tal que la magra retribución que el evento aporta consagra el menosprecio de unos volúmenes de trabajo muy significativos. Se ha de tener en consideración que el trabajo artístico contemporáneo ha incorporado la facultad comunicativa como un factor fundamental, mismo que se expone la gestión que corrientemente cualquier agente artístico o productor desarrolla, pero igualmente es la base de aquella colaboración creativa que hoy resulta consustancial a la producción cultural más avanzada. En su despliegue más corriente la comunicación, y por ende de la colaboración, simplemente aportan a la producción de ofertas atractivas que renuevan la “vitrina” de las instituciones convencionales. En tal caso, suele ocurrir que en una estrategia productiva sustentable agentes culturales que proceden como “emprendedores”, se dotan a través de la colaboración de toda clase de recursos indispensables para llevar a cabo sus proyectos –a muy bajo costo obviamente. Estos agentes suelen entregar íntegramente su producto a la institución, es decir, no logran concebir y construir medios de valoración autónomos al margen de las instituciones clásicas y así se mantienen en situación de dependencia extrema. Pero, en una aplicación muy encontrada, la facultad comunicativa aparece como base de autoorganización, de colaboraciones, articulaciones y agenciamientos que hacen posibles nuevas y diversas acciones y los medios de valoración correspondientes. Sin embargo, los dos posicionamientos antes descritos deben confrontar el que la institución cultural, dentro de su adaptación al imperativo neoliberal se ha dotado de la capacidad para absorber o neutralizar la potencia radical que antes fuera propiedad de acciones autorreguladas y autogestadas en las que hoy se despliega la habilidad comunicativa. Así, la extensión difusa del artista gestor en el marco del giro neoliberal de las instituciones culturales, y también las articulaciones de agentes con sus modalidades autogestivas y colaborativas, no sólo representan la ampliación de las potencias de acción, creación o posibilidades de transformación y crítica de cierto orden de cosas dado, sino también pueden fácilmente entrar en la retórica institucional y conjuntamente en el régimen de explotación flexible que impera en el campo de la producción cultural.

Las iniciativas artísticas frente al riesgo de transformarse en sucedáneo espectacular de la acción ciudadana.

A partir de lo antes señalado, resulta indispensable insistir en aquellos problemas que cabe designar como de “apropiación simbólica” que aliñan el conflicto al superponerse groseramente a aquellos de índole contractual antes tratados. ¿Qué “representa” comúnmente la presencia de la producción cultural contemporánea en eventos de una u otra dependencia? En principio se podría aludir al devenir de la producción cultural artística, contemporánea, en recurso principal de representaciones idealizadoras del presente cultural, social y político. Una especie de sistematización dentro de la cual ciertos aspectos de la cultura artística desplegada por las iniciativas (ánimo autogestivo, auto-responsabilización, vínculos contextuales, actitud crítica) pueden tornarse en otra de las fuentes de legitimidad que hoy precisa la gobernabilidad. Más concretamente, la producción cultural artística puede apoyar la difusión y operación de sentidos que incentivan la impresión de la existencia efectiva de condiciones propicias para la producción y la manifestación, política, de la diferencia, lo que vendría a constituir el perfecto sucedáneo espectacular de una acción de carácter efectivamente ciudadano.

Se trata de una neutralización de las implicaciones efectivamente ciudadanas de las prácticas culturales y artísticas, en tanto a través de ellas puede tener lugar cierta forma de producción de comunalidad y conjuntamente se puede verificar la productividad (diferencial) de la misma. Por el contrario, cualquier evento en sí mismo convoca una figura abstracta de la comunidad, ya que pone a rodar el viejo mito según el cual la cultura artística y sus productos son, necesariamente, susceptibles de una recepción universal; de ahí el despliegue enorme de infraestructuras dedicadas abruptamente, es decir sin mediación, a la exhibición de colecciones o de determinadas acciones. Por ello, el evento cultural constituye una maniobra que refiere a cierta forma de confluencia general, logrando así un símil de la integración armónica de lo social; es decir, cultura convertida en núcleo de un consenso altamente abstracto que permite por ello operaciones de universalización que encajan en los fines del Estado y el Mercado. Por otra parte, es posible reconocer una segunda forma de asentar el consenso, muy corrientemente vehiculada por eventos institucionales en el campo de las artes visuales. Ésta se debe a algunas significaciones específicas que son propaladas, las que se encuentran dentro de los márgenes de lo políticamente correcto, generando por ello cierto ámbito de identificación y anuencia. En este caso se puede precisar que han sido constantemente aludidos el carácter joven y crítico de la producción contemporánea, rasgos muchas veces aderezados con notas de localidad o de género, dando cuenta así de la constancia de una producción cultural acunada por los principios de pluralidad y tolerancia supuestamente imperantes en todos los ámbitos como atributos distintivos de una nación desarrollada. Pero ello, como ya se ha indicado, no es sino el perfecto espectáculo de una ciudadanía que lejos está de haber tenido ocasión de accionar un poder constituyente relacionado sólidamente con fuerzas o potencias de diferenciación, o bien de conducir un proyecto de integración desde abajo.

Lo potencial y su riesgo convertidos en factores de resistencia. Apertura de los márgenes de acción y existencia en los bordes de la fijación de sentido como estrategias contrahegemónicas.

Teniendo en mente todas las limitaciones del marco de los eventos, ¿Qué cabe hacer a las iniciativas independientes a fin de encontrar en ellos algunas posibilidades de acción?. Aquí puede ser de utilidad tener presente el texto publicado por el Colectivo Duplus: “La práctica artística más allá del dispositivo de exhibición”, publicado en el libro “El pez, la bicicleta y la máquina de escribir”[1], pues éste presta herramientas de gran utilidad para realizar una aproximación al desarrollo, sin lugar a dudas complejo, de diversas organizaciones e iniciativas, artísticas o no, en el ámbito latinoamericano. Duplus plantea que las iniciativas artísticas y sus articulaciones además de constituir ejercicios asociados a la constitución de unos medios de legitimación y autovaloración que confrontan la homologación que suponen las redes hegemónicas del arte contemporáneo, presentan además la capacidad de generar situaciones de las cuales emergen potencias de creación y efectuación, que corresponden a su vez a posibilidades de subjetivación. Además, desde la perspectiva de Duplus es igualmente significativa en iniciativas y articulaciones la apuesta por restituir autonomía relativa a una esfera de colaboración cuyos productos corrientemente son expropiados por la administración capitalista del sistema arte.

Si bien el horizonte del trabajo crítico y transformador es definido con radicalidad, es imprescindible advertir un giro complejo presente en la argumentación de Duplus que indica que la práctica crítica que realizan las iniciativas artísticas y las formas de articulación se encuentra indiscutiblemente asociada a unas condiciones dadas, a un trasfondo sobre el cual de modo activo se busca encontrar condiciones de posibilidad. Entonces, sin promover confusiones o inmovilismo, es posible admitir la ambivalencia de unas condiciones de posibilidad para el desarrollo de acciones transformadoras, las que emergen desde un trasfondo compuesto por ejemplo por la organización capitalista del sistema arte (que ha promovido la extensión difusa del artista gestor o la polivalencia del trabajo artístico hoy corriente); las nuevas funciones delegadas a la práctica cultural y artística, muy especialmente en el marco del régimen de subalternidad persistente en el apoyo internacional de las fundaciones, o de modo general en el devenir recurso de la cultura; los límites difusos y la capacidad de absorción y renovación de la institución arte.

Entonces, un orden de cosas dado, instituido, roza e incluso participa de las iniciativas artísticas sin defecto del que estás afirmen su deseo de independencia. Por una parte, ese orden de cosas dado corresponde a un conjunto consolidado de prácticas materiales y simbólicas en las que insoslayablemente cualquier iniciativa hace pié para desarrollar acciones innovadoras. A su vez, en un plano contingente, ese orden de cosas dado corresponde a los programas, los eventos, las políticas, las instituciones y sus administraciones que pueden establecer contacto o relación con iniciativas artísticas. Como ha señalado Duplus, cabe imaginar que a partir de dicho trasfondo existe la posibilidad de reagenciar algo, más específicamente poder de acción; ello mediante una modificación de las relaciones entre los agentes artísticos, entre agentes artísticos y extra-artísticos. Es decir, lo institucional y lo instituido implican una densa combinación de agentes, de modo tal que una modificación de sus implicaciones involucra una rearticulación de poderes, intereses y deseos para componer aquella agencia de la cual cabe esperar efectos productivos, relaciones que permiten agenciarse medios para concretar objetivos propios. Valeria González, otra vez en el texto “La práctica artística más allá del dispositivo de exhibición”, parece referirse a la ambivalencia que supone el que las acciones transformadoras emerjan de un fondo o estado de cosas dado cuando señala: “Lo Interesante sería ser capaz de reagenciarse eso, aprovechar ese lugar o esa ganancia o ese beneficio, o incluso ese mito de que somos curadores para poder llevar adelante lo que queremos hacer.” En el mismo sentido Valeria propone definir “Artista como aquel que es capaz de agenciarse las condiciones dadas para producir lo propio, para producirse”.

Dados los peligros de secuestro de la producción cultural por parte de las agendas de eventos estatales o de mercado se puede considerar que la apuesta por la definición de la contemporaneidad artística que desarrollan las iniciativas artísticas -que procuran sostener una autonomía, aun cuando ésta sea relativa-, acontece por fuerza de estrategias de carácter contra-hegemónico planteadas justamente frente a la apropiación institucional y las diversas mistificaciones de los sentidos diferenciales que la práctica artística elabora. En tal sentido ¿La contemporaneidad artística latinoamericana se constituye de acuerdo al modelo de la producción de las identidades culturales subalternas?

Según señala Ticio Escobar, lo propio de las culturas subalternas es conformarse al impulso de una fricción con la cultura dominante o las formas hegemónicas de ella, por lo cual su constitución representa un medio de resistencia que se manifiesta como un permanente desplazamiento que determina un tipo de existencia en los márgenes de la fijación de sentido. Como ya se ha indicado, coincidiendo con esa posición, una porción de la producción cultural asociada a las iniciativas artísticas sostiene que en el plano cultural e identitario toda producción diferencial emerge de un trasfondo de condiciones (institucionales y extrainstitucionales que plantean particulares desafíos). Por lo tanto, las tensiones y confrontaciones que cruzan la producción artística, y por ende la definición de la contemporaneidad artística, remarcan el estrecho compromiso entre hegemonía y lucha contra-hegemónica, es decir, la figura de lo dominante y su rol en la inducción del desplazamiento propio de lo subalterno, que se resuelve a través de diferentes acomodos, apropiaciones y negociaciones.

Dentro del campo del conflicto contra-hegemónico, la contemporaneidad de la producción cultural artística abandona su vinculación con cualquier rasgo a priori o supuesto estable; pasa por ello a constituirse en el producto de una labor que responde provisionalmente a la interrogación sobre el lugar del arte y sus posibilidades de diferenciación y disenso, frente al asedio de la tendencia dominante que está representada por la producción cultural de las industrias, la primacía de los recursos estéticos en la constitución de nuevas subjetividades y comunidades; labor que además, de forma regular, debe confrontar la apropiación y el desmantelamiento institucional de las iniciativas artísticas y sus productos. De modo específico, la contemporaneidad –crítica- resultante de las iniciativas constituiría una producción de identidad o significación de lo artístico que resulta afín a los procesos descritos para la constitución de las identidades culturales subalternas; ello en la medida en que la identidad de lo artístico adquiere el carácter de un intento de definición, probablemente con resultados provisionales y flexibles, empujados a un permanente devenir que actúa como forma de resistencia. Una movilidad que en definitiva implica asumir como alternativa crítica la apertura permanente de lo indeterminado y lo potencial y por ende del riesgo.

Este artículo ha considerado la provisional relación entre la producción artística visual -ya sea individualmente o de forma organizada (en tanto iniciativa)- y la rutina de los eventos. Según se ha descrito, dichas relaciones las fragua el afán de potenciar el “emprendimiento” de propuestas que buscan participación en el sistema arte internacional y en su mercado, o bien, en el caso de ciertas iniciativas, el deseo de explotar las condiciones dadas para afirmar la sustentabilidad local de espacios de producción artística y la capacidad de diferencia y disenso. Dado lo anterior, se podría decir que la figura controversial del evento, en tanto contingencia extrema, remarca un aspecto que se ha convertido en la tónica de toda producción cultural: el riesgo. Por una parte, en el caso de la producción que únicamente logra concebir plegarse al modelo mercadocéntrico, la “oportunidad” supuesta por el evento-vitrina es motivo del olvido u omisión de aquellos riesgo asumidos en tanto inversión (capacitación, perfeccionamiento y ejercicio), y es también motivo de la aceptación complaciente de un reembolso en la forma de supuestas oportunidades que señalan a fin de cuentas una plena apertura al futuro, el riesgo. Por su parte, las iniciativas artísticas que establecen alianzas con programas oficiales, se diría que lo hacen como parte de una política de agenciamiento en la que la producción de relaciones resulta clave para una apertura de los márgenes de acción que a su vez es necesaria para dar impulso a esa movilidad que se interpone a cualquier intento de captura. Luego, en este caso se hace patente que esa autonomía e independencia relativas están en estrecha relación con cierta potencialidad, con la indeterminación de la acción, con alternativas de cambio, las que por otra vía parecen introducir en la médula de la resistencia crítica la problemática del riesgo. De acuerdo a lo antes señalado, es necesario preguntar si las promesas o posibilidades emergentes de una determinado intervención -críticas o no- puede ser legítimamente consideradas como tales mientras no se erijan sobre un mínimo de garantías.

Igualmente, en el marco de la discusión desarrollada se ha querido manifestar el desasosiego ocasionado por la constatación de que los productos culturales, pero también civiles, ciudadanos y subjetivos, originados en momentos de especial consistencia de la organización colectiva y sus modelos auto-gestivos comienzan a ser capitalizados, apropiados y administrados por intereses ajenos. Por otro lado, es necesario constatar que la pretendida ampliación de los márgenes del consumo dentro del ámbito globalizado de las redes del arte contemporáneo, con sus renovadas tentaciones y promesas dirigidas hacia los espacios de producción cultural artística, antes periféricos e invisibles, socavan en alguna medida los intentos de componer espacios colectivos y situados. Pero, justamente frente a las situaciones antes descritas se remarca la pertinencia del compromiso con el acontecimiento de lo colectivo, su verdad-adecuación a contrapelo de la demolición de la sociedad civil en el tránsito por las situaciones de abierta excepción del pasado reciente de nuestros países y por efecto del actual arreglo entre shock, riesgo y consenso neoliberal, que prosigue debilitando la acción constituyente de la ciudadanía. Por lo pronto, sobre dicho escenario, articulaciones e iniciativas que componen espacios de vida cultural parecen estar en condiciones de generar diferencia, autoproducirse, negociando al mismo tiempo en términos favorables una independencia relativa; misma que equivaldría a la emergencia de un excedente elusivo respecto de su devenir espectáculo. Es decir, de cara al “eventual” usufructo o apropiación mítica de la diferencia se torna tarea insoslayable acentuar el carácter ciudadano y sostenido de la autoorganización que la auto-produce o auto-constituye en franca oposición a toda eventualidad de tono espectacular.

Notas

[1] V.V.A.A. (2005) El pez, la bicicleta y la máquina de escribir. Buenos Aires: Fundación Proa.

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