domingo, 31 de agosto de 2008

VI Bienal de arte Triatlón: Escenas en competencia

David Romero
Cristian Muñoz

El pluralismo es precisamente este estado de otros entre otros, y conduce no a una conciencia aguzada de la diferencia (social, sexual, artística, etc.), sino a una condición estancada de ausencia de distinción —no a la resistencia, sino al atrincheramiento.

Hal Foster[1]

Arte político y museo

Entre los meses de enero y marzo se realizó la VI Bienal de Arte en el Museo Nacional de Bellas Artes, Triatlón. El carácter atribuido a la muestra de este año hablaba de la articulación de tres imaginarios urbanos sostenidos por una mirada más política y vinculada a una relación crítica con el entorno: Valparaíso, Santiago y Concepción, dando cuenta de su emergente localía simbólica en el espacio-museo. Lo que finalmente dicho evento constituyó se abre a lecturas que forman parte del necesario ejercicio de reflexión llamado a densificar la producción artística y la labor curatorial en el campo de las artes visuales locales. En este caso, cabe aclarar que el presente texto opera en un rango de lectura por fuera del trabajo curatorial interno que articuló las propuestas artísticas de la bienal, con todo el distanciamiento y la libertad que ello supone.

Bajo esta mirada de espectador –si se quiere– podemos asimilar la bienal como un evento que tramó una serie de puntos conflictivos signados por la tensión entre la institucionalidad museal y su intervención crítica por parte de los productores visuales y los colectivos artísticos convocados a la muestra. Se trató por un lado de hacer manifiesta la crisis social, cultural y política del lugar de origen, articulando dispositivos propios de intervención simbólica, así mismo, se evidenció la voluntad de provocar la máxima tensión con el espacio museal. En otras palabras, las propuestas desarrolladas en “Santiago Morning” (Santiago), “Aproximaciones a una poética-política” (Valparaíso) y “515 Km. Planos” (Concepción), intentaron hacer valer su autonomía al interior de unas instituciones (museo, bienal) que tienden a reificar prácticas que con anterioridad han conquistado ya su propios lugares de (auto)valoración.

Esta tensión entre autonomía local y legitimación institucional nos parece que conflictuó la bienal de este año, evidenciando los vicios de una retórica museal carente de toda aproximación real al desarrollo de las artes visuales territorializadas por fuera de la centralidad metropolitana. Y no se trata de reproducir la manida dicotomía entre centro y periferia, sino de constatar cómo Triatlón hizo de la diferencia y la pluralidad un evento fragmentado y espectacularizado, que no posibilitó el real reconocimiento entre experiencias locales de producción simbólica y discursiva.

Es interesante apreciar, sin embargo, el que curadoras y artistas se propusieran intervenir el museo conflictuando críticamente el espacio para re-escenificar contextos y dinámicas de trabajo que ciertamente no necesitan del museo para validarse[2]. Probablemente, las acciones e intervenciones de los artistas de Santiago ilustran con mayor acento esta problemática. Así también, la muestra penquista, aún en su mayor contención formal –como restándose a la tentación vanguardista que cada cierto tiempo renueva los aires del museo– no dejó de problematizar su relación con el espacio que la acogía. Ejemplo de ello vemos en el trabajo de Oscar Concha quien, asumiendo el carácter sacro del espacio-museo, desarrolló en paralelo una actividad de relación y reconocimiento simbólico en la cancha del club de fútbol amateur Huracán de Costanera. Carolina Maturana, por su parte, re-ambientó el tendido de pescada seca propio de las caletas de la región, e hizo que la carga social de su propuesta se instalara en un plano de interpelación debido al pregnante olor del recurso en cuestión.

El asunto es si aquella voluntad crítica y autónoma de las artes visuales locales es posible de ser valorada y reconocida en el contexto de esta iniciativa museal. Ciertamente, la aproximación a imaginarios alternos puede llegar a ser productiva, en tanto se exhiben propuestas que el público acostumbrado al museo desconoce y se cifra la expectativa de una efectiva reflexión en torno a la producción de artes visuales locales. Sin embargo, el problema surge cuando estas prácticas y discursos se visibilizan en la fugacidad de un “evento” estival, sin mayor trascendencia que el acontecimiento de una exhibición mal planificada por parte de la administración museal, a la rápida, en los meses más flojos del calendario. Cabe preguntarse entonces cuál es el verdadero interés del MNBA por realizar una muestra de este tipo ¿Se trata de un esfuerzo por descentralizar las artes visuales nacionales? ¿De poner en valor prácticas autónomas y descentralizadas? Ni lo primero ni lo segundo, al contrario, se optó por fragmentar la diferencia, por generar ese estado de otros entre otros, soslayando instancias reales de vinculación y reconocimiento entre territorios simbólicos.

Así las cosas, en una lectura general y a distancia de los procedimientos curatoriales que articularon la bienal, Triatlón se nos aparece como una carrera contra la ficción institucional de las escenas artísticas locales y sus acostumbradas adjetivaciones: artistas jóvenes, comprometidos con lo social y lo político, emergentes. Pero entonces, ¿Quién ganó la Triatlón? Lo que pudimos apreciar en esta bienal fue una carrera contra el tiempo en donde la meta fue asentar el reconocimiento de producciones que, en su mayoría, han trazado un recorrido propio, en contexto, en relación con otros espacios de valoración; todo esto, apoyado en el deseo de subvertir o desconocer la función legitimante del museo y la bienal. El problema es que ello derivó en la escenificación de un régimen de competencia entre los propios imaginarios convocados, entendiendo que el mayor reconocimiento, el más productivo, estaba dado por el intercambio y la relación entre escenas. La competencia, metaforizada en la condición del atleta concentrado en su exclusiva performance, desactiva todo tratamiento asociativo y productivo de la diferencia, lo cual nos advierte acerca del rigor que precisa el intento de fijar un sentido crítico y político de las artes visuales, es decir, producirlo, en situaciones que suponen la ambivalencia de entrar en tratos con retóricas oficiales.

515 km. al sur

La presencia penquista en Triatlón llevó por título “515 KM. Planos” y estuvo a cargo de la curadora Simonetta Rossi. Fue conformada por los artistas Natascha de Cortillas con la obra “Chile amasa su pan”, Carolina Maturana con “Patrimonio del hambre”, Oscar Concha con “De cara al río, de espalda a la ciudad”, y el colectivo MAS (Movimiento Artistas del Sur, creado por Mauricio Pezo y Sofía Von Ellrichshausen) con “Forestal”. El acento que se le dio a esta propuesta curatorial habla de una reflexión crítica sobre la realidad social y urbana de la región, poniendo en escena conflictos específicos que evidencian imaginarios locales en situación de precariedad o de pérdida. La preponderancia de significantes vinculados a la noción de “crisis” –como el pan de Lota en “Chile amasa su pan”, la pescada seca en “Patrimonio del hambre”, el bosque de pino industrial en “Forestal”, el club de barrio en “De cara al río, de espalda a la ciudad”– operan entonces como recursos alegóricos de la ruina producida por el despliegue neoliberal de las fuerzas productivas en la región.

Se articulan aquí una serie de procedimientos que sondean “lo real”, en un plano de experimentación simbólica que pretende desnaturalizar aquel imaginario construido en la imperativa racionalidad del progreso. Un intento por hacer reconocible la crisis –y aquí se juega el “compromiso social” de los artistas penquistas, subrayado en esta propuesta curatorial– puesto que los recursos puestos en obra se desplazan a través de un paisaje (carreteras, gigantografías publicitarias, cerros tomados por forestales), signado por la desterritorialización de colectividades sociales y la liquidación de sus prácticas de reconocimiento. La práctica artística como dispositivo de reconocimiento de lo real, bien puede entenderse como un atributo propio de su función política y social. Ello involucra que el arte se reconozca también como una práctica ya instalada dentro de la producción general de imaginarios que condicionan las dinámicas identitarias de una comunidad, es decir, con el poder de intervenir críticamente las lógicas de representación que se nos imponen y articular también nuevas vías de relación. Esta voluntad puede vislumbrarse en la apropiación de la gigantografía publicitaria operada por Natascha de Cortillas para “representar” una otredad (Lota), cruzada por la problemática entre autovaloración y reconversión; por otro lado, la modificación industrializada del paisaje natural, junto a sus homogéneas formas de organización, es llevada a un plano de recodificación poético-espacial en la instalación del colectivo MAS. Así también, tanto Carolina Maturana como Oscar Concha establecen un rango de relación e intercambio directo con comunidades alternas específicas, retomando sus coordenadas y significantes en un ejercicio representacional que da cuenta de su singularidad y alteridad.

La referencia al contexto social, tiene correspondencia con la persistente pregunta por la proyección social del arte y la crítica. En la ciudad de Concepción, este propósito, ha ido de la mano con la creciente constitución de diversos vínculos horizontales de autoorganización y entrelazamiento local, y en la vinculación transversal con agentes y contextos que exceden las fronteras del circuito artístico regional. De igual modo, las relaciones que se derivan de ese propósito han ampliado significativamente las alternativas de autovaloración. A raíz de lo anterior, no es de extrañar que los artistas penquistas hayan respondido de forma efectiva a la contenida economía formal de la curatoría local, apegada al cálculo riguroso del mínimo requerido para una presentación formalmente satisfactoria de las propuestas. Tal rigor, principio básico de una tradicional valoración estético-formal, puede ser comprendido como un factor que contuvo cualquier propensión “vanguardista” que pudiese haber inducido la idea de lo joven, lo político y lo crítico que sugería Triatlón. Ello en principio no da cuenta de intención alguna remitida al plano de la significación, pero basta con ese antecedente para analizar qué clase de rendimiento, quizá involuntario, provocó el acotado diagrama curatorial en relación con las propias obras que aglutinaba, confrontadas a los márgenes retóricos de la bienal.

En el juego con esa norma, los artistas de Concepción cumplieron con su horizonte mediante el gesto “simple” de articular propuestas bien dispuestas en el espacio-museo, instalando además cuotas de alteridad, como señalábamos anteriormente, en la mención a los trabajos de Carolina Maturana y Oscar Concha. En otras palabras, “no se marearon” con la invitación al MNBA. Esto puede entenderse como una correcta aceptación del diagrama curatorial impuesto por Simonetta Rossi, por otro lado, puede leerse como la confirmación de que 515 km. al sur del MBNA están dadas las condiciones para confrontar la pauta institucional, al no confundirse ni marearse con sus retóricas de legitimación, más aun cuando éstas han pretendido escenificar un reconocimiento y un intercambio de prácticas locales, que ya bien sabemos se concretan de modo efectivo en otros sitios y por otros canales.

Y es que hace no mucho tiempo atrás persistía la idea de que las artes visuales locales –dado el carácter endogámico de la provincia al interior de la cartografía cultural del país– reproducían una condición de aislamiento y diferimiento en relación a escenas artísticas de carácter más dinámico; en otras palabras, lo que aquí se producía correspondía sin más a lo que acontece al sur de la metrópoli santiaguina, asentando de este modo su “esencia”, única y desarraigada. Esta ficción local progresivamente ha ido quedando en el pasado, siendo depuesta por otra ficción, la que dice que Concepción debe transformarse en una activa plataforma de arte contemporáneo y que está llamada a competir (¿una triatlón?) en ese rango de validación y exportación.

Abriendo una brecha entre endogamia y competitividad, podemos decir que productores visuales de la región hace rato están explorando formas de valoración y de relación que no precisan rendir cuentas de contemporaneidad y efectividad formal. Es decir, dichas facultades están siendo articuladas por vías autónomas de producción y reflexión: en la acción colectiva, en la emergencia de plataformas editoriales, en el contacto e intercambio con otros circuitos artísticos, en la apropiación del espacio público. Así también, se problematiza el contexto social, tal como se ejemplificó en la selección penquista de Triatlón, que si bien, posiblemente fue forzada a un empaquetamiento, ello no parece haber sido obstáculo para poner de manifiesto atributos pertenecientes a ciertas prácticas artísticas hoy en curso en la escena local.

(El texto original ha sido elaborado por invitación de Arte y Crítica, se encuentra publicado en la sección “Textos Post-Curatoriales” de su sitio web)

[1] “Contra el pluralismo”, trad. del inglés por Desiderio Navarro, Episteme, Eutopías, Documentos de trabajo, vol. 186, Valencia, España, 1998.
2] Tampoco de una bienal, como lo hizo explícito el proyecto curatorial de Paulina Varas al ironizar y rearticular este concepto en un procedimiento paralelo con la galería h-10 de Valparaíso, nominado “vienal”.

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