domingo, 6 de diciembre de 2009

CONTRA EL CONSENSO DE LIMA: NOTAS INCOMPLETAS SOBRE LAS COLECTIVIDADES ARTÍSTICAS EN EL PERÚ, SUS NUEVAS, VIEJAS CONDICIONES

Rodrigo Quijano


1. Ya son más o menos aceptados los diagnósticos que hablan del origen de la aparición de las colectividades artísticas y críticas en el reciente período antidictatorial y postdictatorial en el Perú (pueden cansar varios de ellos en un testimonio personal en www.ramona.org.ar)[1]. A ellos sólo quisiera agregar que dicha aparición (y en algunos casos, su desaparición) se produjo a contrapelo de un espeso consenso cultural y social ordenado en torno al extremo conformismo alentado e impuesto brutalmente por la década de dictadura fujimorista (1990-2000). Ese consenso, que llamaremos Consenso de Lima (porque me provoca aludir al Consenso de Washington que le dio origen desde la reacción neoliberal), existe a partir de la reoligarquización simbólica del escenario nacional iniciada como respuesta al intento de estatizar la banca a fines de los 80, una reacción capitaneada entre otros por Mario Vargas Llosa: una inspiración retro que apunta al Perú pre-reforma agraria con todos sus símbolos reanimados alrededor de un conveniente neo nacionalismo (pisco de bandera; caballo de paso; nueva comida tradicional; nueva y casi correcta –o al menos cada vez mejor vista- segregación racial y social con nanas mestizas y porteros de casino negros; etcétera), incluyendo la mansa cooptación de la antes chirriante y radical cultura popular urbana emergente, sus colores y sus sonidos.

Esa reoligarquización simbólica se ampara fundamentalmente en la reconcentración de los recursos de la economía en manos de una minoría de happy few; esa reoligarquización simbólica además reposa sobre una nueva reconcentración de la propiedad, que incluye la propiedad urbana y pública reprivatizada, la nueva sensibilidad doméstica del interior burgués y con él la reconcentración del producto simbólico y artístico en pocas manos privadas. En la confluencia de estas dos últimas se produce además el discurso imperante del nuevo coleccionismo y su nueva musealidad, que incluye, entre otras, una institución en desarrollo pleno como el MALI; adicionalmente, un frustrado Museo de Arte Moderno de iniciativa privada sobre espacio público municipal y, más recientemente, un futuro Museo de la Memoria, de espíritu negociado y pactado a manos del estado y la derecha militar, en pro del acallamiento de las conclusiones más incómodas del valiente trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación – si bien con su anuencia-.

2. En esa confluencia de la reprivatización mayoritaria del sentido museal se condiciona, por último, la aparición de una nueva “escena” artística cuyos aparentes éxitos aun están por evaluar. El discurso estandarizado que subyace esa escena y su praxis reproduce, por un lado, los fantasmas locales de un aggiornamiento con cierto tipo de contemporaneidad y por otro un deseo de mercado y de coleccionismo, ambos aun demasiado incipientes y sin influencia real en la producción, a no ser sino por cierto halo de exitismo[2].

El Consenso de Lima (CL) organiza en consecuencia, aunque con sus reeditadas peculiaridades y novedades, una condición en la actividad artística acaso ya conocida por todos previamente, pero para nada irremediable, como históricamente hemos visto en el activismo de grandes experiencias utopistas como las enarboladas por los grupos Paréntesis (1979), Huayco (1980-1981) y N.N. (1986-1991), por ejemplo[3].

En cuanto a otras experiencias colectivas posteriores y aun actuales, como La Culpable, Tupac y otros grupos de artistas organizados, su creación y activismo surfeó estos años ambivalentemente entre todas las condiciones citadas más arriba, incluyendo por supuesto el CL: pecaminoso y envenenado fruto -a veces masticado inadvertidamente- de la necesidad de salir de formatos mal vinculados con lo público, de una necesidad de confrontar esa escena y de abrir la puerta de un espacio privilegiado para crear discusión y debate. Pero la existencia y origen de estas agrupaciones colectivas dependió, también y sobre todo, de una razón adicional que constantemente hay que volver a citar: a principios de esta década el activismo artístico peruano vivía de un oxígeno renovado por la impostergable necesidad de recuperación de las calles y en general de los espacios y distintas esferas de lo público de manos de la dictadura y sus socios corporativos. Esferas de lo público que no sólo abarcan los espacios geográficos y ciudadanos ya privatizados, sino sobre todo los del diálogo mediático de prensa y televisión en manos de los colaboradores de la dictadura. Un espacio público así secuestrado en beneficio del CL, una esfera de lo público así lotizada por el mercado. Un mundo entero por recuperar.

Pero desarticulada esa pasión antidictatorial, aun hoy en los grupos más jóvenes como El Colectivo, Martín Olivos o El Proyecto Cultural Noviembre, entre otros, las ambivalencias de la actividad colectiva acaso dependen menos de sus vinculaciones netamente artísticas como a veces de deseos más programáticos, o a veces para-institucionales, de acción y sobre todo de reacción a un entorno por lo general adverso. Y en ambos casos, viejos y nuevos, este es un activismo colectivo que es difícilmente evaluable como una manera o condición de renovación de las prácticas artísticas meramente y sí como la destilación de un antídoto al escenario histórico, en la reproducción de sistemas radicales de reflexión o acción crítica sobre lo circundante. O también, en el mejor de los casos, sobre todo de los deseados, en la voluntad de extraer sentido político de debajo de los escombros culturales.

3. Pero claro que hasta aquí toda esta explicación y diagnóstico es pre Bagua.

La masacre de Bagua[4] marcó un antes y un después en la develación del aparato de montaje del CL, que ha venido funcionando aceitadamente desde su elaboración a fines de los años 80. Con la represión del 5 de junio de este año en la ciudad de Bagua, luego de un bloqueo de carreteras por parte de pobladores amazónicos, la sangre despectivamente derramada y la fuerte reacción ciudadana que le sobrevino, se hicieron evidentes otra vez los mismos mecanismos de control, consolidados bajo la dictadura y sistemáticamente continuados desde entonces. Mecanismos de control así articulados en torno del conformismo exitista, del periodismo corporativo y del discurso oficial imperante del supuesto crecimiento que, como se sabía y hoy consta más que nunca, ha estado al servicio discriminatorio de una pequeña minoría: el claro producto de la reoligarquización ya mencionada.

Precisamente, la manera en que este discurso oficialista reaccionó ante los reclamos de preservación de modos colectivos de vida alejados de la explotación y mercantización de los recursos naturales, en la defensa de modos ancestrales y no instrumentales de convivencia con el entorno natural fue tan radicalmente cínica, colonial, sangrienta y racista que no hubo forma de tapar el sol con los dedos. Pocas veces se han visto en la historia local contemporánea las formas desesperadas y evidentes de un consenso así contradicho: la defensa cerrada de un modelo de explotación extremo, asociada a las razones vagamente trascendentales de un estado nación terminal, incluyendo una Presidencia a favor de la carnicería, más la idea explícita y soez de ciudadanos de primera y de segunda categoría. Algo que ni siquiera los beneficiarios, relativos o absolutos de esta idea, y pertenecientes a los sectores emergentes de la economía del país, estaban al parecer dispuestos a tolerar.

Del mismo modo que en la pelea antidictatorial de una década atrás, la reacción masiva de la ciudadanía en la multitudinaria marcha de protesta del 11 de junio, fue incontrolablemente espontánea. Como fue impecablemente digerido y demostrado por el artista Alfredo Márquez, en un slide show con fotos de la marcha, emitido en una de las muchas convocatorias públicas producidas a pocos días de la masacre, esa factura espontánea y visualmente expresiva y creativa, emergió de las ganas colectivas de mostrar por encima del soporte manifestante. Reactivando los signos de una visualidad alternativa al mainstream y a través de ella oxigenando y refrescando una retórica que, por artística, ha estado precisamente cooptada a través de sus canales convencionales de circulación, sean galerías públicas o privadas, sean colecciones “publicas” o privadas. Reacción espontánea sí, pero no random o aleatoria: más bien precisa en sus necesidades y sus diálogos, en sus referentes de pelea. Lo contrario hubiera sido mero ejercicio de artistas. O decoración. O ambos[5].

La masacre en Bagua y la reacción ciudadana de esos días de junio se dieron no por coincidencia a pocos días de la importante Cumbre Internacional de Pueblos Indígenas en la ciudad de Puno, en el altiplano del país. El discurso emergente de la necesidad de rearticular una nueva conciencia y organización colectivas, a contrapelo del condicionamiento del modelo global, fue sin duda una de las muchas luces así prendidas en el imaginario de quienes reaccionaron a la masacre.

Pues acaso lo que termina por develar nuevamente un episodio como el de Bagua, en la reciente experiencia de resistencia a las peores parejas de baile del modelo de explotación y conocimiento imperantes, es la manera en que los condicionamientos políticos y culturales de la actualidad se articulan, usualmente de manera invisible, a través del pensamiento unívoco y controlado del mercado: una escena en la que lo colectivo como ejercicio, lo mismo ciudadano que artístico, aparece como una reacción pluralizada de necesidades frente a esa univocidad.

Bagua no sólo develó esa articulación, nuevamente, sino que además contradijo casi por primera vez e hirió casi de muerte un consenso hecho del control corporativo y de herméticos simulacros, de obscenas discriminaciones y desigualdades.

Y por eso, ya en la felicidad de acabar, quisiera creer que es en esa brecha abierta y en sus largamente negadas opciones, en la que las colectividades artísticas locales han empezado a hacerse un nuevo espacio. O al menos a mirar y a dejarse ver por sus rendijas, a pesar de todas las amenazas en su contra.


Notas

[1] Originalmente reproducido en Hacia el salón del siglo XXI. Más allá del centro de exhibición. Arte Global. Arte Latinoamericano. Nuevas Estrategias. Buenos Aires: ArteBA Fundación, 2009. pp. 168-178.
[2] Sobre ese exitismo artístico, uno podría agregar que, cuando es parte activa- deliberada o no- del Consenso de Lima (CL), y de manera análoga a la extracción de recursos no renovables a manos de esfuerzos emparentados, es un gesto que ha sobreestimulado también el nivel de la infinita especulación, sin sentar las bases materiales de alguna renovación real, siquiera de alguna continuidad real. En otras palabras se actúa con las convenciones de una escena aparentemente subvencionada, pero con la lógica cruda y extrema del mercado: quien puede se adapta y sobrevive y quién no puede debe desaparecer o irse y muchos se han ido y se van.
[3] Sobre Paréntesis y en particular sobre los nexos entre las escenas de Lima y Bs As entre las décadas de los 70 y 80 véase de Ana Longoni, La conexión peruana, en: Rosana [Ramona] 87, Buenos Aires; sobre el grupo Huayco, G. Buntinx, EPS Huayco. Documentos. Mali-IFEA, Lima 2005.
[4] El 5 de junio del 2009, el gobierno de Alan García arremetió en contra de un piquete de miles de pobladores organizados de la Amazonía, rebelados en contra de los decretos ley mediante los cuales el estado peruano pretende alienar a 62 etnias de sus territorios originarios, para su lotización y explotación a manos de corporaciones petroleras y madereras. El saldo extraoficial fue de un centenar de lo que la prensa y el gobierno llamó colonialmente “nativos” (incluyendo denuncias de desapariciones y quema de cadáveres por parte de las fuerzas del orden) y también gran cantidad de policías. Esa distinción oficial y mediática, entre “nativos”, policías y civiles, produjo un movimiento de espontánea identificación con la población discriminada en el lema “Todos somos nativos”.
[5] No es lugar discutir aqui sobre la artisticidad de esa reacción, aun cuando muchos artistas han estado involucrados. No lo voy a hacer porque esa categorización ontológica no me interesa en general y porque no me parece pertinente para esta discusión, y no me parece pertinente porque creo que (si se me permite este grado cero de ingenuidad) cuando hablamos de colectivos aquí, estamos hablando de intereses que van más allá de la convención artística, sobre todo de la convención artística que surfea cómodamente en un mainstream como el del CL específicamente – y casi diría, en cualquier otra cómoda escena artística-. Aunque queda claro que las colectividades artísticas son también otra conocida manera de acceder al mainstream.

No hay comentarios.: