domingo, 6 de diciembre de 2009

“A PARTIR DE HOY SOMOS TODOS NEGROS”

Eduardo Grüner 1

Me permitiré comenzar citando muy abruptamente una frase que se ha hecho justamente célebre en ciertos círculos restringidos, aunque debería serlo mucho más, por sus enormes alcances para una teoría crítica de la identidad. La frase dice así: “Todos los ciudadanos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros”.

Bien. Esta frase no es una ocurrencia caprichosa, ni un exabrupto provocativo, ni mucho menos un delirio surrealista. Es el artículo 14 de la Constitución Haitiana de 1805, promulgada por Jean-Jacques Dessalines sobre los borradores redactados por Toussaint Louverture en 1801, pero cuya institucionalización tuvo que esperar a la Declaración de Independencia de 1804, con Toussaint ya muerto en las cárceles napoleónicas. Sirva de paso, esta referencia, para interrogar la extraña idea “continental” de festejar el llamado “Bicentenario” de las revoluciones independentistas americanas en el 2010, cuando la primera, la más radical y la más inesperada de esas revoluciones se llevó a cabo en 1804 y no en 1810. La más radical, digo, puesto que allí son directamente los ex esclavos africanos –es decir, la clase dominada por excelencia, y no las nuevas élites “burguesas” de composición europea blanca- las que toman el poder para fundar una república llamada, justamente, negra.

Pero, volvamos a nuestra frasecita (nuestra frase – cita). ¿Qué se está jugando en su extraña formulación? Recordemos algunos mínimos antecedentes. Haití –que antes de 1804 se llama Saint Domingue- era por muy lejos la más rica colonia francesa en el Caribe, y hay quien afirma que era la más rica colonia en cualquier parte. En 1789, cuando estalla la revolución llamada “Francesa”, había en esa sociedad plantadora y esclavista productora de azúcar y café unos 500 000 esclavos de origen africano, unos 27 000 colonos blancos y unos 34 000 “mulatos”. Ya desde principios del siglo XVIII los muy cartesianos ocupantes franceses, con su racionalista pasión taxonómica, habían creído poder detectar y clasificar 126 tonalidades diferentes de “negritud”, cada una con su respectiva denominación y “caracterología”. Estallada la revolución en la metrópolis, los esclavos reciben alborozados las noticias sobre su máximo documento político, la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y del Ciudadano, sólo para enterarse rápidamente de que ellos no son miembros de ese “universal”: son la parte sin la cual el Todo no podría funcionar (algo más de la tercera parte de los ingresos franceses provienen solamente del trabajo esclavo de Saint-Domingue), y por lo tanto deben quedar como particularidad excluida del “Universal” para que el nuevo “Todo” pueda ser sostenido por la economía. Y que por lo tanto tendrán que iniciar –en 1791- un largo y violento proceso revolucionario propio, con la paradójica finalidad de que se cumpla integralmente esa postulación de “universalidad” que les es ajena o mejor dicho enajenada, lo cual costará a los ex esclavos la friolera de 200 mil vidas. La verdadera paradoja –casi nos atreveríamos a decir el escándalo – es que la revolución haitiana es, en este sentido, más “francesa” que la francesa -puesto que sólo esa parte excluida de lo Universal puede llevar a cabo el principio de “universalidad”-, pero sólo puede ser “más francesa que la francesa” porque es haitiana -porque es la particularidad que por definición le falta a la “Totalidad”-.

El artículo 14 es pues, como se suele decir, una reparación, jurídico-política en primer lugar, pero también, y sobre todo, “filosófica”, y de una radicalidad filosófica auténticamente inédita. En lo que respecta al tema que nos convoca hoy y aquí, su dinámica interroga críticamente, de hecho, todas las aporías de cualquier principio de “identidad” universal. Con la declaración de independencia de 1804 nace, como decíamos, una república “negra”, pero con nombre indígena (“Hayti”, en efecto, es el antiguo nombre taíno de la isla). Primera manifestación de pluralidades “identitarias” cruzadas.

Pero si se quisieran más pruebas de la densidad filosófica del contenido político de la revolución, bastaría citar el primer párrafo del Preámbulo de la nueva constitución, que Dessalines promulga el 20 de mayo de 1805:

“En presencia del Ser Supremo, ante quien todos los mortales son iguales, y que ha diseminado tantas clases de seres diferentes sobre la superficie del globo con el solo propósito de manifestar su gloria y poder mediante la diversidad de sus obras…”

Ya no se trata, se ve, de la simple homogeneidad abstracta de la igualdad ante la Ley (humana o divina). Se empieza por afirmar una igualdad universal para, en el mismo movimiento, aseverar la diferencia y la diversidad. Se apela a la retórica ilustrada de la revolución francesa (el “Ser Supremo”) para inmediatamente dotar al Ser de determinaciones particular-concretas. La siguiente frase avanza un paso más en este camino:

“… Ante la creación entera, cuyos hijos desposeídos hemos tan injustamente y durante tanto tiempo sido considerados…”

Otra vez, la totalidad de la “creación” es especificada por su parte excluída, “desposeída” –por esa parte-que-no-tiene-parte, como diría Jacques Rancière: para nuestro caso, los antiguos esclavos negros (“etnia” y clase son nuevamente convocados para definir un no-lugar en la totalidad). Todo concurre a la arquitectura textual de una complicada dialéctica en la cual universalismo y particularismo son confrontados. Universalismo y particularismo, en efecto, se referencian mutuamente, aunque sin operar una “síntesis superadora”, como quisiera cierta vulgata hegeliana: la igualdad universal no podría ser alcanzada sin la demanda particular de los esclavos negros que han sido “expulsados” de la universalidad; al revés, esa demanda particular no tiene sentido sino por su referencia a la universalidad. Pero particularidad y universalidad no se recubren ni se identifican plenamente: la primera desborda a la segunda, y la segunda le queda chica a la primera. La parte es más que el “Todo” al cual la parte le hace falta.

Esta estructura se manifiesta más aún cuando confrontamos aquellos artículos del cuerpo constitucional que abordan especialmente las cuestiones “raciales” y “clasistas”. El artículo 12 nos advierte que “Ninguna persona blanca, de cualquier nacionalidad, podrá poner pie en este territorio en calidad de amo o propietario, ni en el futuro adquirir aquí propiedad alguna”; el siguiente artículo, sin embargo, aclara que “el artículo precedente no tendrá efecto ninguno sobre las mujeres blancas que hayan sido naturalizadas por el gobierno (…) Incluidos en la presente disposición están también los alemanes y polacos (¿?) naturalizados por el gobierno”. Y así llegamos a nuestro famoso artículo 14, que ahora citamos completo: “Todas las distinciones de color necesariamente desaparecerán entre los hijos de una y la misma familia, donde el Jefe del Estado es el padre; todos los ciudadanos haitianos, de aquí en adelante, serán conocidos por la denominación genérica de negros “.

No sabemos por qué se hace la extraña especificación sobre los “alemanes y polacos” naturalizados. Pero sin duda su mención es el colmo del “ironismo” particularista, más subrayado aún por el hecho de que también alemanes y polacos –que uno suele asociar con la piel blanquísima y los cabellos rubios de sajones y eslavos- son, ahora, negros. Esta generalización a primera vista absurda tiene el enorme valor de producir una disrupción del “racialismo” biologicista o “naturalista”, que entre fines del siglo XVIII y principios del XIX ha comenzado a imponerse: si hasta los polacos y alemanes pueden ser decretados “negros”, entonces está claro que negro es una denominación política (o político-cultural, si se quiere), es decir arbitraria (en un sentido más o menos “saussuriano” de la arbitrariedad del signo) y no natural ni necesaria . Y que por lo tanto lo fue siempre: con el mismo gesto se “de-construye” la falacia racista que atribuye rasgos diferenciales a las 126 distintas “especies” de negritud.

Hay que insistir, entonces: mediante este “acto de habla” –este verdadero y poderoso performativo – se produce una inquietante aporía filosófica, la de que el universal es derivado de una generalización de uno de sus particulares. Y no de uno cualquiera, sino, nuevamente, del que hasta entonces había sido “materialmente” excluido. Es una aporía casi “benjaminiana”: es el polo extremo, aquel que se contrapone a la pretensión de universalidad, el que pone de manifiesto la constelación en su totalidad. Como dice no sin discreto sarcasmo Sybille Fischer, “llamar a todos los haitianos, más allá del color de su piel, negros, es un gesto similar al de llamar a todo el mundo, más allá de su sexo, mujeres”. De cualquier manera, y para volver a ello, está clara la intención político-cultural de la cláusula. Finalmente, ¿para qué es necesario legalmente introducirla, si ya ha empezado por aclararse que en Haití no será permitida ninguna clase de distinciones por el color de la piel? El sentido no es, pues, meramente jurídico : se trata, todavía, de no ocultar ni disfrazar, en la historia que ahora puede llamarse “haitiana”, el lugar determinante que en ella ha tenido el conflicto político entre las “razas”. El artículo 14 (y toda la constitución a la cual pertenece) hace de facto la crítica, incluso anticipada, de una (ideo)lógica constitucional que imagina el estado-nación “moderno” como una unidad homogénea, sin distinciones de clases, “razas”, género, etcétera. Y también, hay que decirlo, hace la crítica –mucho más “anticipada”- de ciertas (ingenuas o no) celebraciones “multiculturalistas” que suelen pasar por alto hasta qué punto la emergencia de las “diferencias” son una función de las desigualdades producidas por el poder.

Al mismo tiempo, sin embargo, hay en la constitución de 1805, y en el propio artículo 14, una concepción unitaria de la nación. Pero véase con cuál criterio: “Todas las distinciones de color necesariamente desaparecerán entre los hijos de una y la misma familia, donde el Jefe del Estado es el padre”. “Paternalismo”, decíamos antes –y por supuesto, podríamos agregar “patriarcalismo”-; la nación es pensada como una gran familia unida e indivisible (donde, ya sabemos, todos los miembros son “negros”), dirigida –como corresponde a la metáfora- por el “padre” en tanto Jefe del Estado (aunque no solamente : ya hemos visto que, alegóricamente, hay a la vez un retorno de la Mater(ia) implícita en esa carne negra, sin la cual no puede pensarse la ciudadanía haitiana). Es justamente contra esta analogía entre el estado y la familia (una oposición que en la tradición política europea puede ya detectarse en la antigua Grecia y su distinción entre polis y oikos, central incluso como motivo de conflicto trágico, tal como se encuentra en la Antígona de Sófocles), es contra esta analogía, decíamos, que luchan los primeros grandes teorizadores del Estado “europeo-moderno” (el debate puede leerse en Maquiavelo, en Hobbes, en Locke). Obviamente, se trata ante todo de un combate contra el “paternalismo” feudal. Pero es también un argumento tendiente a la separación entre “sociedad política” y “sociedad civil” –o más genéricamente, entre Estado y sociedad -, separación necesaria para la autonomía de la ascendente clase “burguesa”. Pero sea como sea, esa es una cuestión europea, “occidental”. El artículo 14 nada tiene que ver con esa polémica, y por otra parte, al considerarla de facto ajena, refuta asimismo su “naturalidad”: la unidad “política” que levanta como programa es la de la estructura social no “tradicional” o “pre-moderna”, sino, sencillamente, africana, es decir otra , en la cual la lógica del poder “político” es indistinguible de lo que los antropólogos han estudiado como estructuras del parentesco, que, al decir por ejemplo del mismo Lévi-Strauss, transforman la consanguinidad biológica en alianza social y política [2] . Otra muestra, pues, de politización -es decir, de materialización, en el sentido estricto- de una “naturaleza” abstracta.

Todo lo anterior hace a lo que podríamos llamar una identidad dividida –o, si se quiere, bifurcada - haitiana. Tenemos una nación nueva, fundada “desde cero”: al contrario de lo que sucederá con las otras independencias americanas, hay una radical dis-continuidad (jurídica, sin duda, pero también, y sobre todo, étnico-cultural: es una nación “negra”) respecto de la situación colonial. Pero su “novedad” consiste, ante todo, en un reconocimiento y una puesta en acto de los insolubles conflictos heredados de la situación colonial y de la lógica étnica, social y económica de la plantación: el ideario de la Revolución Francesa es, al mismo tiempo que conservado, llevado más allá de ella misma, un “más allá” donde se encuentra con el color negro ; y ese “color local”, por así llamarlo, obliga a un retroceso -para las concepciones “evolucionistas” y “progresistas” euro-céntricas- hacia las tradiciones sociales y míticas africanas. Su modernidad -plenamente asumida bajo el ideario de la Revolución Francesa- sólo puede ser “realizada” mediante un recurso a la “tradición”. Como reza esa extraordinaria primera frase de la biografía de Zapata por John Womack: “Esta es la historia de unos campesinos que no querían cambiar, y que por eso mismo… hicieron una revolución”.

Podrían citarse varias otras instancias paradójicas (o tal vez habría que decir: “dialécticas”) para ilustrar esta bifurcación de los tiempos históricos que, lejos de ser “extra-moderna”, pertenece a una modernidad que sólo cuando se aborda desde lo que Benjamin llamaría la historia de los vencidos se muestra, ella también, como teniendo una identidad dividida . En Haití, sería el caso de la religión vodú o de la lengua créole, que no tenemos tiempo de discutir ahora. Esta podría ser una vía para pensar la sintomática y casi total ausencia, en la denominada Teoría Post-colonial, de referencias a un fenómeno como el haitiano, que parecería deber ser un ejemplo paradigmático para sus categorías. ¿No ilustra en efecto ejemplarmente el artículo 14 eso que Gayatri Spivak ha denominado esencialismo estratégico? Sin embargo, parece que las cosas no fueran tan fáciles.

Doris Garraway introduce una hipótesis para explicar esta “impotencia” de la teoría post-colonial ante el fenómeno Haití: la de la no-pertinencia de las categorías de nacionalismo con las cuales los académicos intentan caracterizar los movimientos anti-coloniales modernos, categorías que no pueden dar cuenta del fenómeno de la revolución haitiana. Uno de los textos más influyentes sobre este tema, el de Benedict Anderson (que, no hace falta decirlo, nunca menciona a Haití) [3], avanza la sugestiva hipótesis de que el nacionalismo no es un producto europeo post-Revolución Francesa –como convencionalmente se da por sentado- sino un “invento” del mundo colonial en su lucha por romper con las potencias imperiales. Haití, sin embargo, no encaja en ninguno de los paradigmas que Anderson expone detalladamente. No es un típico nacionalismo “criollo” como los habituales en las independencias de América Latina, donde las minorías mayoritariamente blancas propulsaron lo que se puede llamar un nativismo fronterizo, aunque conservando los valores culturales europeos y un orden social con supremacía blanca. Tampoco es Haití exactamente el caso de los movimientos anti-coloniales de la India o de Africa, que insuflaron en sus demandas de soberanía un deseo de diferencia absoluta con Europa, basada en la pureza de sus orígenes étnico-culturales. La revolución haitiana supuso una transculturación conflictiva (o catastrófica , como la hemos denominado en otro lugar) marcada por una tensión no-resuelta entre esas referencias culturales: una tensión en buena medida vinculada con el hecho de que, en el momento de producirse el movimiento emancipatorio, una muy importante porción de los esclavos insurgentes (algo más de un tercio del total) no eran “africanos” originarios, sino que sus antepasados provenían (una proveniencia forzada , por supuesto) de Africa, pero ya podían considerarse “antillanos” o “caribeños”.

Hay pues en este caso una suerte de triángulo “tensional” que es algo así como simétricamente inverso al triángulo atlántico del que tanto se ha hablado para calificar al comercio esclavista, y que como tal supone tres vértices (Africa / Europa / América), y no una menos compleja oposición lineal como en los otros casos que hemos mencionado (Africa / Europa, India / Europa, etcétera), o una continuidad cultural con discontinuidad jurídica como en el caso de los otros movimientos independentistas latinoamericanos. El vértice “Africa” es aquí, por supuesto, el tercero excluido que se incluye rompiendo toda posibilidad de un equilibrio (aunque fuera conflictivo) entre dos polos (Europa / las colonias), al introducir, por un lado, la noción de un retorno mítico a “Guinea” (como denominaban los esclavos a Africa) y su propia tensión interna con una creolité “afro-americana”, por el otro la cuestión de la negritud , y todo ello al mismo tiempo adhiriendo (no hace falta repetir con qué mayores y “heterotópicos” alcances) al ideario de la Revolución Francesa y la “modernidad”.

Ni las teorías clásicas del nacionalismo –que, como hemos dicho, tienden a considerarlo un fenómeno de la modernidad europea -, ni la teoría de Benedict Anderson –que si bien busca sortear esa impronta eurocéntrica, construye una serie de modelos en ninguno de los cuales encaja el caso haitiano-, ni el mainstream de la teoría post-colonial –que, con todos sus “rizomas”, “hibrideces”, “in-betweens” y demás sigue pensando, paradójicamente, de manera binaria la relación metrópolis / colonia- pueden por lo tanto dar cuenta acabadamente de lo que llamaremos –siguiendo a nuestro modo a Lévi-Strauss- la bifurcación tri-partita con la que tuvo que confrontarse la revolución haitiana. Con “bifurcación tri-partita” estamos acuñando, para mayor claridad, lo que en verdad es un pleonasmo: pese al equívoco de la raíz “bi”, toda bifurcación abre tres direcciones, como es fácil apreciar en lo que se llama una bifurcación del camino, ante la cual se puede avanzar por la izquierda, por la derecha o hacia atrás (de vuelta a “Guinea”, por así decir). La bifurcación, es sabido, es una figura central en la llamada teoría de las catástrofes de René Thom y otros. Y en otro registro teórico y literario, es el lugar en el cual Edipo se encuentra con su destino: ese cruce de tres caminos (que los latinos llaman Trivium, del cual deriva nuestro adjetivo “tri-vial”) donde, justamente por no querer retroceder, asesina a su padre Layo y se precipita en la tragedia.

Ahora bien: en un párrafo anterior especulábamos con la idea de que los esclavos –revirtiendo la lógica de “universalización” de la particularidad operada por el euro-centrismo colonial- se asumen como la parte que se proyecta hacia el todo señalándole su “universalidad” como falsa , puesto que trunca. A eso puede llamárselo universalismo particular, en tanto opuesto al particularismo “universal” europeo, y en tanto cumple la premisa de un auténtico pensamiento crítico: la de –para decirlo con Adorno- una “dialéctica negativa” que re-instala en el centro del “universal” el conflicto irresoluble con el particular excluído, desnudando la violencia de la negación del “otro” interno, y rechazando las tentaciones del pensamiento “identitario”. Este es el significado profundo del artículo 14, con su irónica –y politizada – universalización del color negro. Pero tal lógica lo que hace es construir y constituir a ese color como el significante privilegiado –o, si se quiere decir así, el operador semiótico fundamental- de una materialidad crítica, una bifurcación catastrófica , que va a atravesar de una u otra manera la productividad discursiva (filosófica, ensayística, ficcional, narrativa, poética y estética) de la cultura antillana. Desde ya, el cruce conflictivo y la inter-textualidad trágica son un proceso presente en toda la cultura latinoamericana (y en toda cultura neo- o post-colonial), y en ese contexto debe ser pensado “el color negro”. Pero en el Caribe la cuestión de la negritud introduce una especificidad, incluso una extremidad, que le da toda su peculiar singularidad. Y esa “extremidad”, esa especificidad que también –bajo la lógica del “artículo 14”- es críticamente universalizable , en tanto muestra las aporías irresueltas y probablemente irresolubles de una relación otra con una “modernidad” presuntamente homogeneizada por la cultura occidental.

Esta última conclusión podría llegar a ser importante. Personalmente, siempre me ha sorprendido la excesiva facilidad con la que el pensamiento “post” se somete –aunque sea para oponérsele- a la versión dominante de la Modernidad presentada como lo que ese mismo pensamiento denominó un gran relato homogéneo y lineal. Pero no hay una sola “modernidad”: la modernidad es tanto el particularismo universal del “Todos somos iguales menos algunos” de la Revolución Francesa como el universalismo particular del “todos somos negros aunque no todos lo seamos” de la Revolución Haitiana. El concepto de una identidad intencionalmente bifurcada, mostrando como decíamos que hay otra modernidad, o incluso una contra-modernidad “periférica”, quizá permitiría sortear la oposición binaria “modernidad / post-modernidad” en la que permanece encerrado el academicismo “post”, incluyendo a los estudios culturales y la teoría post-colonial. Desde ya, es una vía siempre incompleta y en proceso de des-totalización y re-totalización, como diría un Sartre. Es decir: la vía misma de lo que solemos llamar “identidad”. La relación de desconexión / reconexión bifurcante de las identidades resguarda, al fin y al cabo, sus propios enigmas, que tal vez sería conveniente custodiar.


Notas

[1] Sociólogo y crítico cultural. Profesor de Antropología del Arte y de Teoría Política (UBA).
[2] Lévi-Strauss, Claude: Las Estructuras Elementales del Parentesco, Barcelona, Paidós, 1975. [3] Anderson, Benedict: Comunidades Imaginadas, Mexico, FCE, 1998.

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